Las "partes positivas" del magisterio de Francisco

[Panorama Catolico Internacional] “Por lo tanto, la Iglesia, por la potestad que le fue por su Fundador divino encomendada, tiene no sólo el derecho, sino principalmente el deber de no tolerar, sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo reclamaren la integridad de la fe y la salud de las almas; y a todo filósofo que quiera ser hijo de la Iglesia, y también a la filosofía, le incumbe el deber de no decir jamás nada contra lo que la Iglesia enseña y retractarse de aquello de que la Iglesia le avisare”. Pío IX, Carta Apostólica Gravissimas Inter

El magisterio de la Iglesia es una de sus misiones. El munus docendi, o sea la misión de enseñar. Esto lo ha establecido Dios y es un dogma de la Fe católica el abecé de la doctrina sobre el fin de la Iglesia.

Esta función es, como establece el papa Pío IX en la carta apostólica citada, derecho y deber. Por lo tanto lo que se espera del Magisterio, sea el de carácter infalible o el ordinario, es exponer la doctrina revelada y condenar los errores que la contrarían, es decir, que constituyen doctrinas o proposiciones heréticas.

Lo dicho, no por sabido está de más repetir. Muchas veces hemos oído en boca de católicos de buena fe y bien formados en la doctrina, en estos tiempos de crisis, de tal o cual documento del Magisterio que –si bien tiene partes oscuras- “por lo menos dice” esta o aquella verdad.

Es algo repetido en los ambientes más conservadores en los últimos 50 años. Hace poco recordábamos el desafío del P. Meinvielle, el gran teólogo argentino, que debatió con Maritain y refutó sus errores: si le daban algunas horas, decía, podía encontrar una forma correcta de interpretar los nuevos documentos magisteriales en sus partes dudosas…

Esto solo puede significar una cosa: el Magisterio se ha oscurecido.

Y oscurecido el Magisterio por el lenguaje, o el tratamiento de los temas, o por los temas mismos, las frases que deberían iluminar a los fieles, los entenebrecen. Con giros, terminología y estilos extraños al Magisterio eclesiástico de siempre se desató este debate: ¿cómo podría el Magisterio, en particular ejercido por el papa o por los obispos junto al papa, como en el caso de los concilios ecuménicos, apartarse de la rectitud de la Fe o dar pie a que sus lectores puedan extraviarse por causa de la confusión de los textos?

Mucho se ha escrito sobre este tema, y el debate de los teólogos continúa. La situación es única. Hoy parece que la única del problema radica en que estos textos no pueden ser parte del verdadero Magisterio (y por lo tanto no gozan del privilegio de certeza, que le es propia). Un documento en el cual no se exponen en el lenguaje clásico del Magisterio católico las verdades de la Revelación, trasmitidas por la Tradición se excluye a sí mismo de la categoría de Magisterio. Pasa a ser mera opinión de quien lo formula, y su valor será opinable.

Formulado de otro modo el mismo problema: si no se utiliza las categorías del pensamiento aristotélico-tomista, sino uno modo de concebir la realidad inficionado por sistemas filosóficos erróneos, en particular por el idealismo hegeliano, lo dicho bajo este sistema de pensamiento no puede de ser vehículo de las verdades de la Fe. Ni aún queriéndolo su autor podría decir lo que la Iglesia dice.

La cuestión práctica

Pero hay que dejar fuera de este comentario la ardua tarea de los teólogos para dilucidar el problema del magisterio posconciliar, y pasar a algunas consideraciones sencillas sentido común, es decir, lo que podemos hacer desde el llano respecto a las consecuencias prácticas de lo dicho.

Esta necesidad de “enderezar” la interpretación de los textos magisteriales que tantos hoy sienten como un deber de fieles católicos ha puesto ante nosotros con toda crudeza uno de los desafíos más difíciles. Y la creciente degradación del neomagisterio va revelando la hondura creciente de la crisis. A la vaguedad se suman ahora los temas ajenos a la órbita magisterial, la fraseología incomprensible, y más recientemente la vulgaridad ramplona.

Arduo como es el tema para los fieles de a pie, como nosotros, la cuestión sin embargo, a medida que la crisis avanza, se esclarece a fuerza de oscuridad, algo que en cierto modo debemos considerar auspicioso. La media luz confunde todas las cosas. La penumbra, por el contrario, pone en claro al menos algo: la ausencia completa de la luz. Y Francisco es la penumbra.

Hasta los textos de Benedicto, y en especial con él, porque su pensamiento más indulgente hacia la liturgia tradicional confundió a muchos, los documentos magisteriales eran un entramado de luces y sombras. De donde muchos católicos fieles, ante el vértigo que produce la idea de rechazarlos, han buscado desesperadamentejustificarlos. O bien se han ido acostumbrando a la fraseología ripiosa.

Ni criticarlos ni defenderlos

Hasta Pío XII ningún católico cuestionaría un documento del Magisterio. Pero tampoco sentiría la necesidad de enmendarlo para que se entienda en un sentido correcto. O a lo más, ante alguna expresión poco feliz, se recurría a lo que la Iglesia ha dicho siempre, en todas partes y por todos. Que es la definición de “tradición”.

Tan condenable sería, ante un Magisterio indubitable, la crítica como el innecesario el esfuerzo justificativo. Cuando un documento produce en algunos la urgente necesidad de lo primero y en otros de lo segundo, hay que dudar de la legitimidad de tal documento como parte del Magisterio.

Sin darse cuenta, los conservadores, movidos por el sano reflejo de respetar el Magisterio, y tironeados a la vez por el más sano reflejo de ser fieles a la doctrina del Magisterio de todos los tiempos, se han visto empujados a encontrar la forma de salvar las proposiciones de los papas conciliares que resultan extrañas al sentido de la Fe. Esto entre luces y sombras, entre textos oscuros y otros aceptables -a la luz de la Tradición, o sea, interpretándolos en el sentido en que la Iglesia lo ha hecho siempre- aun cuando mostrasen desprolijidades en su estilo y formulación.

«El último que apague la luz»

Hoy en cambio, bajo el “magisterio” de Francisco, la tarea se ha vuelto titánica e inútil. Tan desmesurada que, si nos sentamos un minuto a reflexionar, advertimos que es cruelmente ridícula: el doctor supremo de la Iglesia necesita de un grupo de católicos que enderecen en un sentido aceptable sus dichos, cotidianamente.

Tan trágicamente ridículo como celebrar con entusiasmo que Francisco diga -cada tanto- un par de frases indubitablemente católicas, si acaso ha dicho alguna en un contexto de ese tenor. El Vaticano está en Italia, pero no por eso el papa y los fieles debemos convertirnos en personajes de Fellini.

En estos días se pueden leer en diversos medios las justificaciones conservadoras de ese engendro literario ecologista que responde al título de Laudato Sì. Todo tiene un límite y con Francisco hace tiempo que lo hemos pasado. Hasta el Card. Burke dijo de la Evangelii Gaudium que no es magisterio, sino tan solo un programa de su pontificado. ¿Qué dirá de esto?

Hay quienes admiten lo pantanoso, pero destacan que en medio de tanta agua estancada y nauseabunda flotan algunas flores de gran belleza: se apoya, dicen, la teoría del calentamiento global (que en definitiva es una opinión científica), pero se condena el aborto. Y otras cosas por el estilo que no vale la pena repetir.

Si no resistimos el falso magisterio no nos salvaremos

Si caemos en el absurdo de buscar las frases rescatables en medio de la confusión estamos comprometiendo seriamente nuestra obligación de defender la Fe. Frases que por otra parte están dichas en un lenguaje lavado y confuso, al mismo nivel o por debajo de otras reflexiones sobre temas ajenos al Magisterio y por momento tan ajenos a la pluma de un papa, como el uso de los acondicionadores o el ahorro de la energía eléctrica, que llegan a lo grotesco. Se puede hacer una apología de la austeridad y la templanza sin adoptar la agenda ecologista.

Señores, tomemos el problema por donde el problema debe ser tomado: Laudato Sì es una lamentable caricatura del magisterio pontificio, y por lo tanto no tiene el menor valor como tal.

No olvidemos que este problema, como todos los que ha planteado Francisco en su pontificado, no es nuevo, aunque nos sorprenda por el nivel de degradación al que el ha llegado. Si para algo nos sirve es para suscitar una reflexión seria sobre las contradicciones que arrastra desde su origen el “magisterio conciliar”, incluso cuando defiende las buenas causas, generalmente mal, urgido por la necesidad de hablar el lenguaje del mundo.

La cosa viene de lejos

Si llegamos como llegamos, al Sínodo de octubre no es solamente por culpa de Francisco, sino porque el magisterio previo no ha sido lúcido sino más bien lo contrario. Si los fieles dudan sobre la naturaleza del matrimonio o han devaluado de tal manera el modo de hablar de él es porque, entre otras cosas, en una encíclica en su defensa Juan Pablo II invierte los fines de la sociedad conyugal. Menudo error que estamos pagando, como tantos otros.

Cuando el clero dice a sus fieles que salgan a vocear la consigna “queremos un papa y una mamá” contra la pretensión de legalizar el homosexualismo como “matrimonio” los está engañando: los católicos no deben pedir la existencia de dos sujetos de sexo opuesto que puedan procrear, sino que deben defender la institución del matrimonio.

Deben vocear “queremos que se respete el matrimonio”, cuyos miembros son “los esposos”, no meramente personas de sexo distinto bajo cualquier circunstancia, “parejas” casadas, no casadas, recasadas… Todo igual.

Tampoco debemos celebrar, a riesgo de caer en el ridículo, cuando Francisco pide perdón a los jóvenes por proponerles la castidad. Casi como si fuera imposible y por lo tanto un buen ideal que nunca se podrá cumplir. El lenguaje magisterial hablaría virilmente de la pureza que Dios quiere en el corazón y en las costumbres para ser dignas moradas del Espíritu Santo y ser dignas de alcanzar la visión beatífica.

Cuando los católicos nos enfrentamos a estos documentos, o a los interminables sermones y discursos del “magisterio ordinario” (nunca tan ordinario como en estos tiempos) lo que debemos exigir, ya que la Iglesia tiene “el deber de no tolerar sino de proscribir todos los errores”, es que se nos hable un lenguaje claro, nítido, rotundo y católico. De cuestiones atinentes al Magisterio, no de otras. De un modo tal que se nos deje en claro lo que es de Fe, y lo que manda Nuestro Señor en materia Moral. Todo lo que se sale de allí, sobra. Todo lo que no se dice con la certeza de iluminar las mentes, solo sirve para confundirlas.

No hay “por lo menos habla de”… que valga. No en el Magisterio. Y si eso es lo que hoy rescatamos, ya estamos perdidos. No encontraremos nunca el límite que nos pide exige la resistencia a toda autoridad civil o eclesiástica que nos trata de llevar fuera de la recta doctrina.

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Artículos de opinión y análisis recogidos de otros medios. Adelante la Fe no concuerda necesariamente con todas las opiniones y/o expresiones de los mismos, pero los considera elementos interesantes para el debate y la reflexión.

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