Los orígenes Apostólico-Patrísticos de la Misa Tridentina

[In exspectatione] Con la satisfacción del deber cumplido, ofrecemos la traducción de este extenso pero invalorable texto, correspondiente (con algunas añadiduras posteriores y profusión de notas al pie) a la ponencia de sor Maria Francesca Perillo, de la estigmatizada rama femenina de los Franciscanos de la Inmaculada, en el Tercer Convenio Summorum Pontificum celebrado en el Angelicum de Roma entre el 13 y el 15 de mayo de 2011. Para mayor comodidad de acceso al mismo, lo hemos adjuntado en la columna derecha del blogue, entre aquellos textos que integran la sección «Jugo de doctrina sobre fe y liturgia».

Nunca estará de más insistir en que la gravedad de la crisis de la Iglesia se funda muy principalmente en la llamada «cuestión litúrgica». Entre los autores hay amplia coincidencia en afirmar que el protestantismo impulsó su ruptura con la Tradición precisamente a través de significativos cambios en el culto, y entre los hallazgos más celebrados de dom Guéranger se cuenta el del reconocimiento de la existencia de una «herejía antilitúrgica» desde el jansenismo a nuestros días, mirante a debilitar la certeza de la fe.  De ahí lo dramático de los cambios que afectan a la vida de la Iglesia en el último medio siglo, cuyo carácter último e inspiración quedó suficientemente manifiesto por Paulo VI en la Audiencia General del 13 de enero de 1965, cuando dijo entre otras cosas que «es menester reconocer que una nueva pedagogía espiritual ha nacido con el Concilio: es ésta su gran novedad; y nosotros no debemos dudar en hacernos primeramente discípulos y luego sostenedores de la escuela de oración que está por comenzar. Podría ocurrir que las reformas toquen costumbres queridas e incluso también respetables; podría ocurrir que las reformas exijan algún esfuerzo para con éstas que no resulte agradable; pero debemos ser dóciles y tener confianza: el plano religioso y espiritual que se nos abre por delante merced a la nueva Constitución litúrgica es estupendo por profundidad y autenticidad de doctrina, por racionalidad de lógica cristiana, por pureza y por riqueza de elementos cultuales y artísticos, por correspondencia a la índole y a las necesidades del hombre moderno». 


Tampoco resultará difícil hacerse una idea de la tensión espiritual que acompaña a las circunstancias actuales si, después de la lectura de este trabajo, pasamos a considerar los principios expuestos recientemente por sor Fernanda Barbiero, dorotea, puesta al frente de las hermanas Franciscanas de la Inmaculada con motivo del comisariamiento que sufre la orden: «nosotras, las religiosas, hemos sido formadas en un tipo de fe y de espiritualidad que nos aparta de la razón. Es una espiritualidad congelada en la filosofía del ser, ya no más actual por la urgencia de construir una ética. Y ética quiere decir relación de vida, no razón […] Nosotras debemos simplificar la religiosidad y volverla más cercana a las necesidades reales de los pobres. Hay mucho de «invisible», mucho arcano. La dirección de la vida religiosa parece demostrar que la santidad tiene su epicentro en el más allá, en lo invisible, o en una caridad mucho más cercana a la limosna que a la responsabilidad y al compromiso por un mundo más justo […] Debemos reconciliarnos con la historia como único templo en el que Dios ha tomado rostro y casa».

Y con perdón de los lectores por preceder estas exquisitas páginas que siguen con comprobaciones tan amargas, dejamos ahora hablar a quien corresponde hacerlo. Si hii tacuerint, lapides clamabunt.

LOS ORÍGENES APOSTÓLICO-PATRÍSTICOS DE LA «MISA TRIDENTINA»

por Sor Maria Francesca Perillo, F.I.
(traducción del original por F.I.)
La Misa «Tridentina» no fue inventada por San Pío V ni por el Concilio de Trento, sino que se remonta a los tiempos apostólicos. La liturgia, de hecho, no es la expresión de un sentimiento de los fieles, sino que es «la» oración oficial de la Iglesia; es Dogma rezado. Contiene algo de eterno que no está construido por manos humanas. «Ecce ego sum ​​vobiscum», dice Cristo a su Iglesia (Mt 28,20).
Introducción
El término «Misa Tridentina» o «Misa de San Pío V» indica, por lo general, la celebración del rito de acuerdo con el llamado Vetus Ordo, es decir, anterior a la reforma litúrgica post-conciliar. Se trata de dos expresiones inadecuadas, ya que, si bien es cierto que el Papa San Pío V promulgó un Misal a continuación del Concilio de Trento, en realidad no hizo sino fijar y circunscribir cuidadosamente un ritual que ya estaba en uso en Roma desde hacía siglos. Su origen se remonta, en sus elementos esenciales, por lo menos a mil años antes, precisamente al Papa San Gregorio Magno. De este último pontífice resulta también el nombre, más correcto pero no exhaustivo, de rito gregoriano. No exhaustivo porque desde San Gregorio el Grande, como veremos, el rito se remonta a los tiempos apostólicos para finalmente enlazarse a la Última Cena y al Sacrificio cruento de Nuestro Señor Jesucristo, de los cuales cada Misa es representación constante e incruenta actualización.
Se ha observado con razón que la Misa (así como también el antiguo Breviario) no tiene autor, ya que de una gran parte de sus textos no puede decirse cuándo hayan tenido origen ni cuándo hayan encontrado una sistematización definitiva. Cada cual, por esto, «percibía que era algo eterno y no construido por manos humanas» [1] (M. Mosebach). Es cierto, en efecto, que el Misal Romano -como afirma el beato Ildefonso Schuster- representa en su conjunto «la obra más elevada e importante de la literatura eclesiástica, la que mejor refleja la vida de la Iglesia, el poema sagrado en el que han puesto mano cielo y tierra» [2].
«Nuestro Canon -afirma Adrien Fortescue- está intacto, como todo el esquema de la Misa. Nuestro Misal sigue siendo el de san Pío V. Tenemos que agradecer que su mandato haya sido muy escrupuloso en mantener o restaurar la antigua tradición romana. En esencia, el Misal de san Pío V es el Sacramentario Gregoriano, modelado en el libro gelasiano, que a su vez depende de la colección leonina. Encontramos las oraciones de nuestro Canon en el tratado De Sacramentis, y referencias al mismo Canon en el siglo IV. Así, nuestra Misa se ​​remonta, sin cambios esenciales, a la época en la que por primera vez se desarrolló a partir de la más antigua Liturgia […] A pesar de los problemas sin resolver, a pesar de los cambios sucesivos, no existe en la cristiandad otro rito tan venerable como el nuestro» [3].

Antes de profundizar en lo específico de la materia, nos parece oportuno recordar y reiterar algunos principios fundamentales de la sagrada Liturgia que parecen haber caído en el olvido con consecuencias lo bastante aberrantes como para reducir las sagradas Sinaxis a celebraciones «etsi Deus non daretur» [4]. Lo que significa de facto la muerte de la Liturgia.
El primer principio es que la Liturgia no es, nunca ha sido ni será nunca, la expresión del sentimiento del fiel hacia su Creador. Es más bien el cumplimiento por parte del fiel de un deber suyo para con Dios, que debe expresar de acuerdo con las mismas enseñanzas divinas. Es el llamado ius divinum, a saber, el derecho de Dios a ser adorado como Él ha establecido. La Liturgia no es cualquier oración que el fiel dirige espontáneamente a Dios, sino «la» oración oficial de la Iglesia: no hay en ella nada que inventar, ni que  innovar, ni que adaptar. «La liturgia nunca es propiedad privada de nadie, ya sea del celebrante o de la comunidad» (Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 52). No es «la expresión de la conciencia de una comunidad, por lo demás dispersa y cambiante» [5]. En virtud de esto, la Liturgia católica no es y no puede ser «creativa» [6]. No lo puede ser por la sencilla razón de que no es un producto humano, sino la obra de Dios, como lo ha subrayado en repetidas ocasiones el Santo Padre[7]. Es interesante observar en este sentido cómo ya en el siglo primero, la Liturgia – aunque todavía en un estado primitivo – tenía un orden propio que los cristianos consideraban  remontable al mismo Cristo. Fortescue nota que, desde su creación, la oración de los primeros cristianos nunca consistió en reuniones organizadas para su propio solaz [8]. Lo demuestra con evidencia meridiana la primera carta de san Clemente a los Corintios, que dice lo siguiente: « 1. Debemos hacer con orden todo aquello que el Señor nos manda cumplir en los tiempos establecidos. 2. Él nos prescribió hacer las ofrendas y las liturgias, y no al azar o sin orden, sino en circunstancias y horas establecidas. 3. Él mismo, con su soberana voluntad, determina dónde y por quién quiere que se cumplan, para que todo lo que se hace santamente con su santa aprobación sea grato a su voluntad. 4. Los que hacen sus ofertas dentro de los tiempos establecidos son apreciados y amados. Siguen las leyes del Señor y no yerran. 5. Al sumo sacerdote le son conferidos oficios litúrgicos especiales, a los sacerdotes se les ha asignado una tarea específica y a los levitas les incumben sus propios servicios [Las Órdenes menores abolidas por Paulo VI, Ministeria quaedam]. El laico está ligado a los preceptos laicos» (Capítulo XL). Desde el primer siglo, por tanto, hay en el Culto Divino un orden bien establecido y una jerarquía que se consideran como provenientes del Señor.
En segundo lugar, la Liturgia está anclada en la Tradición, que es fuente de la revelación al par de la Sagrada Escritura. «La Liturgia -afirma el gran liturgista dom Guéranger- es la misma Tradición en su más alto grado de poder y solemnidad»; es «el pensamiento más santo de la sabiduría de la Iglesia por el hecho de ser ejercida por la Iglesia en unión directa con Dios en la confesión (de fe), en la oración y en la alabanza». La liturgia, en otras palabras, es el dogma rezado.
Los enemigos de la Iglesia conocen a fondo este principio. Ellos saben bien que el pueblo de Dios es instruido, en primer lugar, por y en las sagradas Sinaxis. Demolidas aquellas, se demuele la fe.

Con visión profética dom Guéranger había comprendido que el odio hacia la Liturgia católica es un denominador común de los diversos novatores que se sucedieron en el curso de los siglos, los cuales para atacar al Dogma católico empezaron su feroz obra de destrucción partiendo de la Liturgia. «El primer carácter de la herejía antilitúrgica -escribe- es el odio de la Tradición en las fórmulas del culto divino. No se puede negar la presencia de este específico carácter en todos los herejes, desde Vigilancio hasta Calvino, y la razón es fácil de explicar. Cada sectario que quiere introducir una nueva doctrina se encuentra necesariamente en presencia de la Liturgia, que es la tradición en su máxima potencia, y no podrá encontrar reposo mientras no haya silenciado esta voz, mientras no haya arrancado estas páginas que dan refugio a la fe de los siglos pasados. De hecho, ¿de qué manera se han establecido y mantenido en las masas el luteranismo, el calvinismo, el anglicanismo? Para lograr esto no se ha debido hacer otra cosa que sustituir nuevos libros y nuevas fórmulas a los libros y a las fórmulas antiguas, y así todo fue cumplido» [9].
La Tradición es anterior a la Sagrada Escritura y abarca un campo mucho más amplio. Se trata de una fuente de la Revelación que se distingue de las Sagradas Escrituras, fuente que merece la misma fe (así lo expresan el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano I). San Vicente de Lerins (†ca 450) consideraba genuina tradición apostólica aquello que satisfacía contemporáneamente a las tres siguientes condiciones: quod semper, quod ab omnibus, quod ubique [10], es decir aquello que ha sido creído en todo momento, por todos los fieles y en todo lugar.
La tradición está presente en la Liturgia, que contiene las oraciones y los ritos del culto público y de los Sacramentos. No es por casualidad que ya en las primeras décadas del 400 se encontrara citada la máxima «legem credendi lex statuat supplicandi», es decir, que la oración litúrgica (lex supplicandi) sea fuente (statuat) de cognición teológica(legem credendi).
Esta máxima milenaria -sobre la cual volveremos- indica la vital importancia y la enorme utilidad de mantener inalterada y en uso la Liturgia tradicional, y en particular la de la Santa Misa, para salvaguardar la Fe. También indica que (y sin ánimo de agraviar la creatividad de los sacerdotes y de los fieles) la creación de nuevas liturgias puede fácilmente corromper la Fe (y de hecho la corrompe) introduciendo ritos y oraciones carentes de aquel rigor teológico que garantiza una interpretación unívoca y ortodoxa.
En este sentido, el ostracismo al que se condena el Misal de san Pío V, síntesis y expresión de una tradición milenaria que se remonta -a través de varias etapas- a los tiempos apostólicos, constituye aún hoy un evidente signo de aquel odio a la Tradición que desde siempre ha caracterizado a la mente de lo novatores de todas las edades [11].

1. Origen divino de la Liturgia

En su célebre obra Las instituciones litúrgicas, el venerable dom Prosper Guéranger, eximio liturgista y abad de Solesmes, afirma ser la Liturgia algo tan grande que para encontrar su origen hay que remontarse a Dios mismo: ya que Dios, en la contemplación de sus perfecciones infinitas, se alaba y glorifica sin cesar, amándose con un amor eterno. Pero estos mismos actos, cumplidos en la Esencia divina, han tenido manifestación visible y propiamente litúrgica sólo cuando una de las tres Personas divinas, después de haber tomado la naturaleza humana, ha podido cumplir sus deberes de religión a la gloriosa Trinidad.
«Dios -afirma dom Guéranger- ha amado tanto al mundo que le entregó a su Hijo único, para que éste lo instruyese en el cumplimiento de la labor litúrgica. Después de ser haber sido anunciada y prefigurada por cuarenta siglos, se le ofreció una plegaria divina, fue cumplido un sacrificio divino, y aún ahora y para la eternidad, el Cordero inmolado desde el principio del mundo se ofrece en el altar sublime del cielo y cumple a la inefable Trinidad, de una manera infinita, todos los deberes de religión en nombre de los miembros de los cuales Él es la Cabeza» [12].
Debemos, empero, tener en cuenta que -incluso antes de la Encarnación del Verbo- el mundo nunca había estado exento de liturgia, ya que, como la Iglesia se remonta al principio del mundo, de acuerdo con la doctrina de San Agustín, la Liturgia se remonta a este mismo principio.
En el Antiguo Testamento, la Liturgia es ejercida por los primeros hombres en el principal y más augusto de sus actos: el sacrificio. Basta pensar en los sacrificios de Caín y Abel, en el de Noé, que lo perpetúa después del diluvio. Abraham, Isaac, Jacob, ofrecen sacrificios de animales y erigen piedras para el altar que prefiguran el altar y el Sacrificio futuro. Luego Melquisedec, envuelto en el misterio de un Rey-Pontífice, teniendo en sus manos el pan y el vino ofrece un holocausto pacífico, que es también figura del Sacrificio de Cristo.
Durante toda esta época primitiva las tradiciones litúrgicas no son fluctuantes y arbitrarias, sino precisas y definidas. Es evidente que no son una invención humana, sino impuestas por Dios mismo; de hecho, el Señor elogia a Abraham por haber observado no sólo sus leyes y preceptos, sino también sus ceremonias [13].
Al llegar la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: Él no vino para abrogar, sino para dar cumplimiento y aun perfeccionar las tradiciones litúrgicas. «Después de su nacimiento, fue circuncidado, ofrecido al Templo, rescatado. A la edad de doce años cumplió la visita al Templo y, más tarde, se lo veía con frecuencia viniendo a ofrecer su oración. Cumplió su misión con el ayuno de cuarenta días; santificó el sábado; consagró con su ejemplo la oración nocturna. En la Última Cena, en la que celebró la gran Acción litúrgica, y proveyó a su cumplimiento futuro hasta el fin de los siglos, comenzó con el lavatorio de los pies, que los Padres llamaron un misterio, y terminó con un himno solemne, antes de salir para dirigirse al monte de los Olivos. Pocas horas más tarde su vida mortal, que no era sino un gran acto litúrgico, concluyó con la efusión de la Sangre en el altar de la cruz; el velo del antiguo templo, dividiéndose, abrió como una transición a los nuevos misterios, proclamó un nuevo tabernáculo, un arca de eterna alianza, y desde entonces la Liturgia comenzó su período completo en lo que toca al culto de la tierra» [14] (P. Guéranger).
2. La obra de Jesucristo
 
Es necesario y fundamental -en el ámbito del estudio de la sagrada Liturgia- reconocer si el Señor Jesús haya establecido -al menos implícitamente- las grandes líneas del sistema litúrgico que se refieren a la sustancia del Culto cristiano.
Tras las huellas del Aquinate, que afirma que «per suam Passionem Christus initiavit ritum christianae religionis», se puede inmediatamente observar que fue Cristo aquel que inauguró el culto cristiano, iniciándolo de manera incruenta en la Última Cena para consumarlo en la Sangre en el Calvario. «A él le debemos no sólo la institución de la gracia propia de los siete Sacramentos, como lo definió el Concilio de Trento, sino también el rito exterior de los tres más importantes entre éstos: el Bautismo, la Eucaristía, la Penitencia. Del Bautismo precisó la materia y la forma […]. De la Eucaristía fijó también la materia -el pan y el vino- y la forma en las palabras consecratorias pronunciadas por Él en la Última Cena: «Hoc est corpus meum … hic est sanguis meus».[…] Además, debido a que la Eucaristía debía ser el sacrificio de la nueva Ley y, en consecuencia, el acto litúrgico más importante, quiso aun establecer las modalidades sustanciales con las que debía celebrarse» [15]. De acuerdo con el relato de los Sinópticos se deduce que el Señor Jesús:

a.  instituyó la Eucaristía gratia agens, es decir, pronunciando una fórmula eucarística o de acción de gracias, sirviéndose probablemente de las habituales bendiciones judías propias del ritual de la Pascua, pero enriquecidas para esa circunstancia excepcional, y ordenó que su acto se repitiera.
b.  Impuso a los Apóstoles que, al renovar lo que Él había hecho, lo conmemorasen: «hoc facite in meam commemorationem», o bien, como lo explicita mejor san Pablo, proclamasen su muerte: «mortem Dominis annuntiabitis donec veniat» (1 Cor 11,26).
c.  Quiso que la oblación sacrificial conmemorativa que los Apóstoles debían perpetuar mantuviese, como Él lo había hecho, la forma convivial. Se trataba, pues, de un banquete sacrificial en el que los creyentes participaban con la manducación de la Víctima mística.

Es lícito preguntarse, a esta altura, si durante su vida terrena Jesucristo haya dado otras normas litúrgicas. Podemos responder afirmativamente, aunque es difícil determinar con exactitud cuáles de éstas se remonten efectivamente hasta Él. En efecto:

a.  Los Hechos observan que Jesús, en el tiempo transcurrido entre la Resurrección y la Ascensión, se apareció muchas veces a los Apóstoles«loquens de regno Dei». Ahora bien, una de las más antiguas tradiciones de la Iglesia afirma que en esas frecuentes reuniones Él, entre otras cosas, habría también fijado muchas particularidades del Culto. ¿No había Él dicho antes de su muerte: «tengo muchas cosas para deciros que ahora no podríais comprender»?. Eusebio refiere que santa Elena edificó sobre el Monte de los Olivos una pequeña iglesia en una especie de cueva donde, según una tradición antigua, «discipuli et apostoli […] arcanis mysteriis initiati fuerunt». El Testamentum Domini (siglo V) sitúa a los Apóstoles, en el día mismo de la Resurrección, interrogando al Señor acerca de «quoniam canon, ille (scil. qui Ecclesiæ præest) debeat constituere et ordinare Ecclesiam […], quomodo sint mysteria Ecclesiæ tractanda» (con cuál regla aquel que está a la cabeza de la Iglesia debe constituir y ordenar a la Iglesia […] de qué manera deben ser tratados los misterios de la Iglesia) [16]; y Jesús responde explicándoles en detalle las distintas partes de la Liturgia. Esta tradición es también recogida por san León, quien afirma que «los días transcurridos entre la Resurrección y la Ascensión no los pasaron ociosamente, sino que durante los mismos fueron confirmados los Sacramentos y se les revelaron grandes misterios» [17]. Y Sixto V la recuerda en la bula Immensa: «esa regla para creer y para rezar que Cristo enseñó a sus discípulos durante un lapso de cuarenta días, no hay ninguno entre los católicos que ignore que Él la ha confiado a través de ellos a su Iglesia para que fuese custodiada y desarrollada» [18].
b. El papa san Clemente, discípulo de los Apóstoles (†99), dirigiéndose por escrito a la comunidad de Corinto, se refiere -como ya lo hemos mencionado- a ordenanzas positivas del Señor acerca del orden a seguir en las posturas, en la gradualidad y en los momentos de la Liturgia [19].
c. San Justino, después de haber descrito todo el orden de la celebración eucarística, afirma que ésta se celebra en Domingo, porque en ese día Nuestro Señor, «apostolis et discipulis visus, ea docuit, quae vobis quoque consideranda tradidimus». Quiere decir, por tanto, que las principales partes de la Misa se las remontaba al Magisterio de Cristo en el día de su Resurrección. Concedamos de buena gana que la afirmación es genérica; pero tanto Justino como el Anónimo del Testamentum Domini reflejan claramente una tradición difundida, antigua y para nada inverosímil. Por otra parte, la misma uniformidad que se verifica en el campo litúrgico en las comunidades cristianas de los primeros dos siglos supone un principio de autoridad, un método de acción, es decir, una organización primitiva que tenía que remitirse, más que a los Apóstoles, a Cristo mismo» [20].

3. La liturgia en el tiempo de los Apóstoles
Si, pues, el Señor ha esbozado las líneas fundamentales del Culto litúrgico cristiano, es de creer que, para cuanto Él no haya definido, habrá dejado gran libertad a la iniciativa iluminada de los Apóstoles, a quienes había investido con su misma divina misión y a quienes les había impartido las facultades necesarias [21], haciéndolos no sólo propagadores de la Palabra evangélica, sino también ministros y dispensadores de los Misterios. El poder litúrgico había sido cimentado y declarado perpetuo para velar por la custodia del depósito de los Sacramentos y de las otras observancias rituales que el Pontífice supremo había instituido.
Los apóstoles, entonces, continúan la tarea de establecer y promulgar una serie de ritos. Por eso es que el Concilio de Trento, tratando en su 22ª sesión de las augustas ceremonias del Santo Sacrificio de la Misa, declara que hay que relacionar con la institución apostólica las bendiciones místicas, las velas encendidas, las incensaciones, las vestiduras sagradas, y en general todos los detalles aptos para revelar la majestuosidad de este gran Acto, y para llevar el alma de los fieles a la contemplación de las cosas sublimes escondidas en este profundo Misterio, por medio de estos signos visibles de religión y de piedad.
«Este sacro Concilio -señala dom Guéranger- no había llegado a hacer esta afirmación por vía de incierta conjetura deducida de premisas vagas: éste hablaba como hablaban los primeros siglos. Invocaba la tradición primitiva -o sea, apostólica-, tal como la había invocado elocuentemente Tertuliano desde el siglo III […]. San Basilio también señala a la tradición apostólica como fuente de las mismas observancias, a las que añade, como ejemplo, las siguientes: el orar hacia el este; consagrar la Eucaristía en medio de una fórmula de invocación que no se encuentra registrada ni en san Pablo, ni en el Evangelio; bendecir el agua bautismal y el aceite de la unción, etc. Y no sólo san Basilio y Tertuliano sino toda la antigüedad, sin excepción, confiesa expresamente esta gran regla de san Agustín, que se ha vuelto banal a fuerza de ser repetida: «es muy razonable pensar que una práctica conservada por toda la Iglesia y no establecida por los Concilios, pero siempre conservada, no puede haber sido transmitida sino por la autoridad de los Apóstoles» [22] (Guéranger).

Pero si los apóstoles deben ser considerados, sin duda, como los creadores de todas las formas litúrgicas universales, ellos han tenido empero que adaptar el rito, en sus partes móviles, a las costumbres de los países, al genio del pueblo, para facilitar la difusión del Evangelio: de aquí las diferencias reinantes entre algunas Liturgias de Oriente, que son la obra más o menos directa de uno o más Apóstoles, y la Liturgia de Occidente -de la cual una, la de Roma, debe reconocer en san Pedro a su autor principal.
Es cierto que el Príncipe de los Apóstoles, aquel que había recibido del mismo Cristo el «poder de las llaves», no podía ser ajeno a la institución o regulación de las formas generales de la Liturgia que sus hermanos llevaban a todo el mundo. «Desde el momento mismo en que admitimos su poder como cabeza, debemos admitir, en consecuencia, su influencia principal en esto como en todo lo demás, y reconocer, con san Isidoro, que se debe hacer remontar a san Pedro, como a fundador, todo orden litúrgico que se observa universalmente en toda la Iglesia. En segundo lugar, en cuanto a la Liturgia particular de la Iglesia de Roma, el mero sentido común nos hace darnos cuenta de que este apóstol no podía haberse detenido en Roma, en esos largos años, sin preocuparse de un asunto tan importante, sin establecer -en la lengua latina y para el servicio de esta Iglesia, que él hacía por libre elección madre y maestra de todas las demás- una forma que, en vista de las variantes que requería la diferencia de las costumbres, del genio y de los hábitos, se correspondiera al menos a aquellas que él había instituido y practicado en Jerusalén, en Antioquía, en el Ponto y en Galacia»[23] (Guéranger).
Con todo, debemos tener en cuenta que la formación de la Liturgia a través de los Apóstoles se llevó a cabo de forma progresiva. San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, nos muestra a esta nueva Iglesia ya en posesión de los Misterios del Cuerpo y la Sangre del Señor; sin merma de lo cual -con las palabras «caetera cum venero disponam»- demuestra querer dar disposiciones más precisas en cuanto a las cosas sacras. «Éste es el sentido que los santos Doctores han dado constantemente a estas palabras que concluyen el pasaje de esta carta en la que se habla de la Eucaristía: san Jerónimo, en su comentario sucinto sobre este pasaje, se explaya así: «caetera de ipsius Mysterii Sacramento». San Agustín desarrolla aún más este pensamiento en su carta ad Januarium: «estas palabras -dice- dar a entender que, de la misma forma que él había aludido en esta carta a los usos de la Iglesia universal (acerca de la materia y la esencia del Sacrificio), instituyó pronto (en Corinto) estos ritos, en los cuales la diversidad de las costumbres no ha obstado en modo alguno a la universalidad» [24].
Recabando de los Hechos y las Epístolas de los Apóstoles, así como también de los testimonios de la tradición de los primeros cinco siglos, se puede -a grandes líneas- reconstruir estos ritos generales que, por su misma generalidad, debe considerarse como apostólicos, de acuerdo con la regla de san Agustín antes citada.
4. El sacrificio eucarístico en la Edad apostólica
Del relato de los Hechos de los Apóstoles se deduce la existencia de un ritual, ciertamente sencillo pero fijo, y sustancialmente completo, observado de manera uniforme por los Apóstoles y por sus colaboradores en la administración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación, del Orden Sagrado, del Óleo para los enfermos. Tampoco podemos ignorar algunas antiguas y valiosas tradiciones, existentes en ciertas iglesias fundadas por los Apóstoles, según las cuales la Liturgia allí en vigor era un patrimonio recibido de los mismos Apóstoles. Tal la Liturgia de san Marcos para la iglesia de Alejandría, de Santiago para la de Antioquía, de san Pedro para la romana. Y san Ireneo -que por medio de san Policarpo se vincula a la tradición efesina de san Juan Evangelista-, refiriéndose a la institución de la Santísima Eucaristía, declara que la forma de la oblación del Santo Sacrificio, la Iglesia la hubo de los Apóstoles: «y también… [Cristo] ha afirmado que el cáliz es su sangre, y enseñó el nuevo sacrificio [del Nuevo Testamento] que la Iglesia, recibiéndolo de los Apóstoles, ofrece a Dios en todo el mundo» [25] (citado por M. Righetti en el Manuale di storia liturgica). No distintamente se expresa san Justino en su famosa Apología (1,66): «el Cristo ha prescrito el ofrecer; lo han prescrito, a su vez, los Apóstoles, y nosotros hacemos en relación a la Eucaristía aquello que hemos aprendido de su tradición» [26].
Es evidente que, en el campo litúrgico, la primera preocupación de los Apóstoles fue la de regular la celebración de la divina Eucaristía. No es por azar que la Fracción del Pan aparece desde la primera página de los Hechos de los Apóstoles, y san Pablo, en la primera carta a los Corintios, enseña el valor litúrgico de este acto.
Pero el culto y el amor que los santos Apóstoles tenían por Aquel con quien esta Fracción del Pan los ponía en contacto los obligaba, según la elocuente nota de san Proclo de Constantinopla, a rodearlo de un conjunto de ritos y de oraciones sagradas que no podía llevarse a cabo sino en un tiempo bastante largo: y este santo obispo no hace más que seguir en esto el sentimiento de su glorioso predecesor, san Juan Crisóstomo. Ante todo esta celebración, en la medida en que esto era posible, tenía lugar en una sala digna y adornada, ya que el Salvador la había celebrado así en la Última Cena, «caenaculum grande, stratum» [27] (Guéranger). El lugar de la celebración estaba constituido por un altar: ya no era más una mesa. El autor de la Carta a los Hebreos lo dice con énfasis: «altare habemus», tenemos un altar (Hebreos 13,10).
He aquí cómo dom Guéranger -basado en las cartas de los Apóstoles y en los testimonios patrísticos- reconstruye una Sacra Synaxis en el tiempo de los Apóstoles [28]. Una vez reunidos  los fieles en el lugar del Sacrificio, el Pontífice, en la era apostólica, presidía sobretodo la primera lectura de las Epístolas de los Apóstoles, la recitación de algún pasaje del santo Evangelio, que formó desde el inicio la Misa de los Catecúmenos, y no deben buscarse otros instructores de este uso que los mismos Apóstoles. San Pablo lo confirma más de una vez [29]. Este mandato apostólico tuvo pronto fuerza de ley, ya que en la primera mitad del siglo II el gran apologista san Justino -en la descripción que dio de la Misa de su tiempo (cf. Apología II)- da fe de la fidelidad con que aquél era observado. Tertuliano y san Cipriano confirman su testimonio.

En cuanto a la lectura del Evangelio, Eusebio informa que el relato de los hechos del Salvador, escrito por san Marcos, fue aprobado por san Pedro para ser leído en las Iglesias, y san Pablo alude a este mismo uso cuando, al designar a san Lucas, compañero fiel de sus peregrinaciones apostólicas, lo define como «el hermano alabado en todas las Iglesias a causa del evangelio» (2 Corintios 8,18).
El saludo a las personas con estas palabras: «el Señor esté con vosotros», estaba en uso ya desde la ley antigua. Booz lo dirigió a sus segadores (cf. Rt 2,4) y un profeta a Asa, rey de Judá (cf. 2 Crónicas 15,2). «Ecce ego vobiscum sum», dice Cristo a su Iglesia (Mt 28,20). De este modo, la Iglesia mantiene este uso de los Apóstoles, como lo prueba la uniformidad de esta práctica en las antiguas Liturgias de Oriente y de Occidente, de acuerdo con la clara enseñanza del primer concilio de Braga [30].
La Colecta, una forma de oración que reúne los votos de la asamblea antes de la oblación misma del Sacrificio, pertenece también a la institución primitiva, como lo demuestra la concordancia de todas las Liturgias. La conclusión de esta oración y de todas las otras Liturgias con estas palabras: «por los siglos de los siglos», es universal ya desde los primeros días de la Iglesia. En cuanto a la costumbre de responder Amén, no hay duda de que se remonta a los tiempos apostólicos. El propio san Pablo alude a ello en su primera epístola a los Corintios (cf. 14,16).
En la preparación de la materia del Sacrificio tiene lugar la unión del agua con el vino que debe ser consagrado. Esta costumbre, de un tan profundo simbolismo, se remontaría -según san Cipriano- a la misma tradición del Señor. Las incensaciones que acompañan a la oblación han sido reconocidas como de institución apostólica por parte del Concilio de Trento.
El mismo san Cipriano nos dice que desde el nacimiento de la Iglesia, el Acto del Sacrificio era precedido de un Prefacio, que el sacerdote gritaba: sursum corda, a lo que el pueblo respondía: habemus ad Dominum. Y san Cirilo, dirigiéndose a los catecúmenos de la Iglesia de Jerusalén (Iglesia más que cualquier otra de fundación apostólica), les explica la otra aclamación: «gratias agamus Domino Deo nostro! Dignum et iustum est!»
Sigue el Trisagio: «Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus!». El profeta Isaías, en el Antiguo Testamento, lo oyó cantar a los pies del trono de Yahvé; en el Nuevo, el profeta de Patmos lo repite tal como lo había oído resonar ante el altar del Cordero. Este grito de amor y de admiración, revelado a la tierra, tenía que encontrar un eco duradero en la Iglesia cristiana. Todas las Liturgias lo reconocen, y bien se puede garantizar que el Sacrificio eucarístico no ha sido nunca ofrecido sin que éste fuese pronunciado.
A continuación se abre el Canon. «¿Y quién se atreverá a no reconocer su origen apostólico?», se pregunta dom Guéranger. Los Apóstoles no podían dejar sujeta a variación y arbitrio esta parte principal de la sagrada Liturgia. Si han regulado muchas cosas secundarias, tanto más habrán determinado las palabras y los ritos del más temible y fundamental de todos los misterios cristianos. «Es de la tradición apostólica -dice el papa Vigilio en su carta a Profuturo- que recibimos el texto de la oración del Canon» [31].
Después de la consagración, mientras los dones santificados están sobre el altar, encuentra su sitio la Oración dominical, ya que -dice san Jerónimo-: «ha sido después de la enseñanza del mismo Cristo que los Apóstoles se atrevieron a decir cada día con fe, ofreciendo el sacrificio de su cuerpo: Padre nuestro que estás en los cielos» [32].
El Sacrificador procede de inmediato a la Fracción de la Hostia, haciéndose en esto imitador no sólo de los Apóstoles, sino del mismo Cristo, que tomó el pan, lo bendijo y lo partió antes de distribuirlo.
Pero, antes de comunicarse con la Víctima del amor, todos tienen que saludarse en el beso santo. «La invitación del Apóstol -dice Orígenes- ha generado en las Iglesias el hábito que tienen los hermanos de intercambiarse el beso cuando la oración ha llegado a su fin».
Confirmado, entonces, el origen apostólico de los ritos principales del Sacrificio, tal como se practicaban en todas las Iglesias, de esta reconstrucción se derivan algunas conclusiones fundamentales:

1.  La Liturgia instituida por los Apóstoles tuvo que contener necesariamente todo lo que era esencial para la celebración del Sacrificio cristiano y la administración de los Sacramentos, tanto bajo el aspecto de las formas esenciales como bajo aquel de los ritos obligados para la decencia de los misterios, para el ejercicio del poder de Santificación y de Bendición que la Iglesia recibe de Cristo por medio de los mismos Apóstoles. Este conjunto litúrgico ha tenido que comprender todo aquello que se reconoce como universal en las formas del culto en el arco de los primeros siglos, y de lo que no puede reconocerse autor u origen, según el principio arriba mencionado de san Agustín. Este conjunto primitivo de ritos cristianos, ya suficientemente claros y detallados, muestra cómo, desde sus inicios, la Iglesia ha advertido la necesidad de establecer el culto con el cual debía elevarse el Sacrificio y la alabanza al Dios tres veces Santo.
2.  A excepción de un pequeño número de referencias en los Hechos de los Apóstoles y en sus Epístolas, la Liturgia apostólica se encuentra completamente fuera de la Escritura, y es de dominio puro de la Tradición. Desde sus orígenes, por lo tanto, la Liturgia ha existido más en la Tradición que en la Escritura. Pero esto no debe sorprender, sobre todo si se considera que la Liturgia era practicada por los Apóstoles, y por aquellos que éstos habían consagrado obispos, sacerdotes o diáconos, mucho antes de la redacción completa del Nuevo Testamento.
3.  Muy a menudo los Padres de los siglos III y IV, hablando de algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición apostólica. Con esta expresión -que es científica e históricamente inverificable- es verosímil que los Padres entendieran referirse al período más antiguo de la Iglesia, demostrando con ello lo mucho que todavía estaban vivas, en las distintas Iglesias, los recuerdos de la actividad litúrgica de los Apóstoles.
4.  En toda la antigüedad cristiana no se encuentra ninguna pista que insinúe -como lo quieren los protestantes y cierta corriente teológíca- una injerencia directa de las Comunidades en las funciones del Culto. La fijación y la reglamentación progresiva de la Liturgia siempre se revela tarea exclusiva de los Apóstoles y de sus sucesores, los obispos.

A fines del siglo IV se reportan estas significativas palabras del Papa san Siricio que revelan toda la importancia de la unidad litúrgica como fundamento de la unidad de la Fe y del Dogma: «la regla apostólica -escribe- nos enseña que la confesión de fe de los obispos católicos debe ser una. Si hay una sola fe, no habrá más que una sola tradición. Si hay una sola tradición, tendrá que haber una sola disciplina en toda la Iglesia» [33]. De aquí la importancia de la unidad litúrgica, que es el dogma profesado en las fórmulas sagradas.
Se remonta justamente a este período (aprox. 430) el conocidísimo lema que se convirtió en ley en la ciencia litúrgica: «lex orandi lex credendi». Si éste es conocido por todos, tal vez no sea por todos conocido el autor y el conjunto de la cita. Parece que se remonta al papa san Celestino, que escribía así a los obispos de la Galia contra el error de los pelagianos: «además de los decretos inviolables de la Sede Apostólica, que nos han enseñado la verdadera doctrina, también consideramos los misterios contenidos en las fórmulas de plegarias sacerdotales que, establecidas por los Apóstoles, se repiten en todo el mundo de manera uniforme en toda la Iglesia católica, de modo que la regla de la fe se deriva de la regla de la oración: ut legem credendi lex statuat supplicandi» [34].
En conclusión: durante los tres primeros siglos hubo una unidad sustancial de ritos. Se trataba, por supuesto, de una uniformidad de sustancia más que de accidentes. Los detalles variables son gradualmente fijados y entran en la Tradición de la Iglesia, aunque el rito se mantenga fluido -si bien dentro de las líneas bien establecidas.
5. La reforma de San Gregorio Magno

Desde el siglo IV en adelante tenemos informaciones muy detalladas acerca de cuestiones litúrgicas. Padres de la Iglesia como san Cirilo de Jerusalén (†386), san Atanasio (†373), san Basilio (†379), san Juan Crisóstomo (†407) nos proporcionan elaboradas descripciones de los ritos que se celebraban.
La libertad de la Iglesia en tiempos de Constantino y, aproximadamente, el primer Concilio de Nicea en el año 325 marcan el gran punto de inflexión de los estudios litúrgicos. Alrededor del siglo IV se contó con la recopilación de los textos litúrgicos completos: fueron recopilados el primer Euchologion y los Sacramentarios para su uso en la iglesia [35].
En el siglo V Papas y obispos trabajan intensamente para la unidad litúrgica y su perfeccionamiento. Esta obra fue llevada a cumplimiento en el siglo siguiente por aquel Pontífice cuyo nombre habrá quedado para siempre ligado a la sagrada Liturgia: san Gregorio Magno. Ascendido al solio pontificio en 590, emprendió muchas importantes reformas, entre las cuales la de la liturgia fue sin dudas preeminente. La nota dominante de su reforma fue la fidelidad a la Tradición.
Son bien conocidos los criterios litúrgicos del Santo [36]. Él escribe a Agustín de Canterbury que elija (haciendo incluso uso de libertad respecto de las iglesias francas) aquellos rituales que hubiera estimado más convenientes para sus neófitos anglos, ya que: non pro locis res, sed pro rebus loca amanda sunt. Y en otra carta dirigida al obispo Juan de Siracusa, se declaró dispuesto a aplicar este principio a la misma Liturgia romana: en esto Gregorio seguía perfectamente la tradición de sus predecesores, tanto que la Liturgia de Roma entró definitivamente en su período de estancamiento sólo después de la muerte del gran Doctor. «Si ella misma (la Iglesia de Constantinopla) -escribe San Gregorio- u otra Iglesia tiene algo de bueno, me declaro dispuesto a imitar el bien incluso de aquellos que son más pequeños que yo, mientras los considere alejados de lo que no es lícito. Es de hecho un tonto aquel que se considera a sí mismo tan elevado que no quiere aprender de lo que ha visto de bueno» [37].

Pero el patrimonio litúrgico de la Sede Apostólica no cedía en esplendor a aquel de cualquier otra Iglesia, por lo que san Gregorio nos atestigua que sus innovaciones en la Misa no fueron sino un retorno a las más puras tradiciones romanas. Ni siquiera fue una verdadera innovación el haberle dado una mayor importancia a aquel extremo resto de la primitiva prez litánica (Kyrie, eleison), que inicialmente seguía al oficio de vísperas antes de empezar la anáfora eucarística. San Gregorio reunió el introito con elKyrie, logrando así que a la Colecta sacerdotal no le faltase por completo alguna fórmula de preámbulo.

Fue también Gregorio quien antepuso a la fracción de las Sagradas Especies el canto de la Oración Dominical para que sirviera casi como conclusión del Canon Eucarístico ya que, desde un principio -así razonaba el Santo- la anáfora consecratoria incluía de alguna manera la Oración que el mismo Señor había enseñado a los Apóstoles, como veremos en breve.
Desde la época de san Pablo la unidad de la familia cristiana, bajo el gobierno de los legítimos pastores, estaba simbolizada por la unidad del altar, del pan y del cáliz eucarístico, del que participaban todos en conjunto. Pero para que el sentido de la unidad de la Ecclesia Romana no se viera debilitado por las sucesivas divisiones de carácter meramente administrativo, cada domingo el Pontífice enviaba a sus sacerdotes una partícula consagrada de su Eucharistia para que, depuesta en su cáliz a guisa desacrum fermentum, símbolizara la identidad del Sacrificio y del Sacramento que reunía en una sola Fe a las ovejas y al pastor. El último recuerdo de este rito es justamente el fragmento eucarístico que aún hoy es depuesto en el cáliz después de la fracción de la Hostia.
San Gregorio vivió en un período histórico caracterizado no sólo por el flagelo de la peste, sino también por la guerra y los terremotos, lo que instó al Pontífice a ofrecerse al Señor como víctima de expiación por los pecados del pueblo. Por esto él confió el destino de Italia a los designios de la Providencia y, en la oración eucarística, poco antes de la consagración de los Misterios divinos -en los que la liturgia romana acostumbraba exponer «las intenciones particulares por las que era ofrecido el Sacrificio»-, agregó el voto supremo de su corazón de pastor: «diesque nosotros in tua pace disponas»,palabras que el Canon Missae conserva como precioso legado de san Gregorio Magno.
Después de él no hay mucho que decir acerca de la naturaleza de los cambios del Ordinario de la Misa, convertido en herencia sagrada e inviolable de orígenes inmemoriales. Era popular la opinión según la cual el Ordinario se había mantenido sin cambios desde el tiempo de los Apóstoles, cuando no por el mismo Pedro.
Adrien Fortescue cree que el reinado de san Gregorio Magno marca una época en la historia de la Misa, habiendo dejado a la Liturgia, en sus elementos esenciales, del todo similar a como se la practica en la actualidad. Escribe: «hay, por otro lado, una tradición constante según la cual san Gregorio fue el último en intervenir en las partes esenciales de la Misa, es decir, en el Canon. Benedicto XIV (1740-1758) dice: «ningún Papa ha agregado o cambiado algo en el Canon de san Gregorio en adelante»» [38].
Si esto es del todo cierto, no es cosa de gran importancia; el hecho fundamental es que en la Iglesia Romana ciertamente ha existido una tradición ultramilenaria según la cual el Canon nunca hubiera debido cambiarse. Según el cardenal Gasquet «el hecho de que se haya mantenido sin cambios por trece siglos es la prueba más clamorosa de la veneración con la que siempre se lo ha mirado y del escrúpulo que siempre tuvo en tocar una herencia tan sagrada, llegada a nosotros desde tiempos inmemoriales» [39].
Aunque el rito de la Misa siguió desarrollándose -en las partes no esenciales- después del tiempo de san Gregorio, Fortescue explica que «todas las modificaciones posteriores fueron adaptadas a la antigua estructura y las partes más importantes no fueron tocadas. Alrededor del tiempo de san Gregorio reconocemos el texto de la Misa, el ordinario y la preparación, como tradición sagrada que nadie se ha atrevido a alterar excepto por algunos detalles irrelevantes» [40]. Entre las adiciones más recientes, «las oraciones al pie del altar son, en su forma actual, la última parte de toda la Misa. Se desarrollaron a partir de preparaciones privadas medievales y no habían sido formalmente establecidas, en su forma actual, antes del Misal de Pío V (1570)» [41]. Fueron, con todo,  ampliamente empleadas mucho antes de la Reforma, y ​​se encuentran en la primera edición impresa del Misal Romano (1474).
El Gloria fue introducido gradualmente, primero sólo en forma cantada en las Misas festivas de los obispos. Es probablemente de origen galicano. El Credo llegó a Roma en el siglo XI. Las oraciones del Ofertorio [42] y del Lavabo fueron introducidas de allende los Alpes difícilmente antes del siglo XIV. Placeat, Bendición y Último Evangelio se introdujeron gradualmente en la Edad Media [43].
Cabe señalar, sin embargo, que estas oraciones, prácticamente invariables, antes de su incorporación oficial en el rito romano habían adquirido un uso litúrgico secular.
El Rito Romano se fue entonces difundiendo rápidamente, y en los siglos XI y XII suplantó en Occidente a prácticamente todos los demás ritos, excepto el de Milán y el de Toledo. Este hecho no debe sorprender, por lo demás: si la Iglesia de Roma era considerada universalmente la guía en la Fe y en la Moral, este papel de primacía valía también en materia litúrgica. La Misa, en la alta Edad Media, era ya considerada una herencia inviolable cuyos orígenes se perdían en la noche de los tiempos. Más aún, se sostenía comúnmente que se remontaba a los Apóstoles o -como ya se dijo- que había sido elaborada por el mismo San Pedro [44].
De ello se desprende que el Ordo Missae de San Pío V (1570), fuera de algunas adiciones y ampliaciones mínimas, corresponde muy de cerca al Ordo establecido por san Gregorio Magno.

6. Antigüedad del Canon

La Roma papal del siglo V consideraba al Canon de origen apostólico [45]. Por tal razón éste estaba universalmente rodeado por una veneración que nadie se atrevía a cuestionar, y era considerado intocable. La reconstrucción del origen del Canon Romano es extremadamente compleja y espinosa [46]. Es cierto, sin embargo, que el Canon no nos ha llegado íntegramente en su forma primitiva. Éste es muy probablemente una forma reordenada y casi con toda seguridad un fragmento de la redacción original.

Siguiendo las huellas del beato Ildefonso Schuster [47] consideraremos a continuación algunos de los vestigios más antiguos llegados hasta nosotros como testimonios de la oración por excelencia (la prex, de acuerdo con san Gregorio Magno) [48], que nuestros Padres colmaban de inmenso honor y de una devoción inconmensurable. No deja de tener importancia que en el año 538 el papa Vigilio, escribiendo a Profuturo de Braga, le señala cómo en Roma se solía «semper eodem tenore oblata Deo munera consacrare», y llama al Canon «canonica prex», recibido directamente de los Apóstoles «ex apostolica traditione» [49].

1. El uso del plural. Nótese primero el uso del plural en las dos proposiciones contenidas en el Canon: Hanc igitur oblationem servitutis nostræ sed et cunctae familiae tuae etc, y Unde et Memores sumus, Domine, nos Servi tui sed et plebs tua sancta etc .
Estas fórmulas estaban inspiradas en una circunstancia bien definida que se verificó sólo durante los primeros ciento cincuenta años del cristianismo, que es cuando, dado el pequeño número de fieles, el sacrificio era celebrado sólo por el obispo rodeado de su presbiterio. En aquel tiempo en Roma elEpiscopus ofrecía la Eucaristía o, más bien, todo el colegio de los presbíteros la ofrecía con él y por su intermedio (no en el sentido de la celebración moderna); de ahí la fórmula colegial en plural.
Con la posterior propagación del Evangelio, el aumento de los fieles exigió que las Misas se multiplicaran. El resultado fue que la primitiva unidad del altar, del sacrificio y del colegio oficiante fuese sacrificada. Pero las frases colegiales nos servi tui y oblatio servitutis 
nostræ -aunque no se correspondieran más con la realidad- permanecieron como testigos de la antigüedad del Canon Romano.

2. El Qui Pridie. El relato evangélico de la Última Cena se abre en el Canon Romano con las palabras Qui pridie quam pateretur [50], que comúnmente se hacen remontar al Papa Alejandro I (105-115?) quien, de acuerdo con el Pontifical: hic Passionem Domini miscuit in praedicatione sacerdotum, quando missae celebrantur. Esta expresión aparece en todas las liturgias latinas. Esta conformidad tan singular «nos hace pensar como probable -según el cardenal Schuster- que Alejandro, o algún otro de los primeros Papas, haya incluido en la anáfora eucarística una máxima, un período, algo relativo a la Pasión del Señor, a lo que de hecho se le dio gran importancia. Ignoramos las circunstancias y razones, pero quizás no haya sido ajena la preocupación teológica de oponerse y protestar contra los Docetas, los gnósticos u otros herejes, que llegaron a negar la objetividad de los sufrimientos del Salvador. Como sea, lo cierto es que el simple Qui pridie quam pateretur no corresponde plenamente a la noticia del Liber Pontificalis: hic Passionem Domini miscuit in praedicatione sacerdotum. Por tanto, debe haber habido algo más que se perdió, y que perdiéndose dejó una sencilla huella en el Qui pridie. Esta otra cosa que estamos rastreando, ¿no podía ser quizás un agradecimiento especial por la misericordia que Dios demostró hacia nosotros en la Pasión del Señor?» [51].

3. La fórmula consecratoria. A la invocación para la transubstanciación de las ofrendas, en el Canon Romano sigue inmediatamente el relato evangélico de la Última Cena, que contiene las palabras de la institución de la Sagrada Eucaristía. A éstas la Iglesia, a través de los santos Padres, les ha siempre reconocido valor sacramental. Es el punto culminante de la anáfora, como nos enseña san Justino, y es extraordinario constatar cómo todas las liturgias, de Oriente y de Occidente, son unánimes en transmitir fielmente la fórmula consecratoria: éste es mi Cuerpo; ésta es mi Sangre, la única empleada por el Salvador.

Pese a la movilidad inicial de los ritos, el único elemento que se mantuvo realmente inmóvil son las palabras sagradas de la institución eucarística. La razón de esta intangibilidad era la fe de la Iglesia, que creía con toda firmeza que sólo en virtud de esas palabras divinas se obra la transubstanciación y se ofrece el sacrificio. Sacramentum … Christi sermone conficitur, [52] al decir de san Ambrosio.

4. Anamnesis. Después de la Consagración, sigue aquella que los orientales llaman anamnesis, es decir: la conmemoración de la muerte del Señor. Ésta también es un elemento primitivo y común a todas las liturgias, que obedece a la orden del Salvador, quien quería que al celebrar el Sacrificio eucarístico hiciéramos memoria de Él. La anamnesis está ligada a las últimas palabras de la consagración eucarística: in mei memoriam facietis.La adición de la resurrección a la anamnesis revela su antigüedad: es exigida por el recuerdo de la Pasión, de la cual los cristianos nunca la separaban.

A la anamnesis, que es parte íntima de la consagración de la Víctima divina, le sigue inmediatamente su ofrecimiento al Padre por la mano del sacerdote. Éste es sin duda uno de los momentos más importantes y solemnes de la acción litúrgica, y que, en términos casi idénticos, hasta las frases de tuis donis ac datis, encontramos en todas las antiguas liturgias.

5. Per quem haec omnia creas. El comienzo de esta doxología revela una laguna. Se trata de las bendiciones de los frutos de la tierra, que tenían lugar en este punto de la Eucharistia, pero que en Roma debieron caer muy pronto en desuso. Esta laguna del Canon demuestra que éste se remota a un período arcaico, anterior a esta misma tradición que parece remontarse a los primeros siglos. De acuerdo con Fortescue, que parece compartir la opinión de Buchwald, en los Sacramentarios gelasiano y leonino se leen las palabras: benedic Domine et has tuas creaturas, donde el «et» sugiere que ya hubiera otra bendición. Este podría ser el lugar de la antiquísima invocación del Logos. Según algunos estudiosos, entonces, el per quem haec omnia creas sería lo que queda de la epíclesis del Logos. León I (440-461) adoptó la epíclesis del Espíritu Santo, eliminando la primera, y luego san Gregorio habría eliminado ambas [53]. En cualquier caso, y como se hayan dado las cosas, el per quem haec omnia creas testimonia ciertamente la antigüedad de nuestro Canon.

6. Pater Noster. A la doxología final de la anáfora el pueblo, desde el tiempo de san Justino, respondía Amen. Y aquí, strictu sensu, terminaba la Liturgia eucarística. En Roma el Papa, cumplida la fracción de los sagrados Misterios, regresaba a su propia cátedra donde recitaba la Oración dominical antes de comulgar. La tradición litúrgica casi universal había hecho del Páter una oración popular de preparación inmediata para la sagrada Comunión, como lo atestigua san Agustín: quam totam petitionem fere omnis Ecclesia dominica oratione concludit [54]. San Jerónimo, en su Diálogo contra los pelagianos, compuesto en Belén en el año 415, remonta a los mismos apóstoles la costumbre de recitar el Páter durante el sacrificio [55]. El Páter se recitaba antes de la Comunión, tal como se reza antes de las comidas, cosa que antes de la Sagrada Comunión adquiría un significado especial, en virtud de la petición «danos hoy nuestro pan de cada día», que los santos Padres remitían especialmente al Pan Eucarístico.

Según san Gregorio Magno, «en la edad apostólica la oración dominical fue el punto de partida de toda la liturgia; desdice entonces mucho que el Canon – compuesto por un Scholasticus quidam- suplante completamente la prez evangélica, que resulta por eso mismo recitada no ya desde el altar, in fractione, cuando es el momento del Sacrificio, sino sólo después de la fracción de las Sagradas Especies, cuando, concluida con la anáfora laofrenda de la Eucaristía, el Papa regresa a su cátedra y se dispone ya a la santa Comunión. No fue por lo tanto una simple sutileza de rubricista (la cuestión acerca de un momento antes o después) la que impulsó a Gregorio a atribuir al Páter un lugar dentro de la anáfora consecratoria romana, sino una profunda razón teológica apoyada en la primitiva tradición litúrgica de la edad apostólica» [56]. Por esto el pontífice quiso que inmediatamente después del Canon siguiera la Oración dominical recitada por el celebrante, a la que el pueblo respondiera: sed libera nos a malo. Él, en referencia a la costumbre apostólica de consagrar ad ipsam solummodo orationem (el Páter),es decir, de asociar a las palabras de la institución establecidas por Cristo la recitación de la oración dominical, señala que (debido a los ritos de la fracción, conmixtión, bendición del pueblo insinuada entre el Canon y la Comunión), tal recitación no se verificaba ya más mientras se hallaban presentes en el altar las Sagradas Especies, que no era el caso para la oración del Canon compuesta no por Cristo sino por un letrado (scholasticus). Gregorio Magno, entonces, considerando al Páter casi como un complemento de las fórmulas consecratorias, quiso acercarlo de nuevo a la Prez según el uso apostólico. De esta manera el Páter se recitó antes que el Pan consagrado fuese retirado del altar para la fracción [57], restituyendo así, a la oración enseñada por el Señor, su carácter anafórico según el uso apostólico [58].

7. Epíclesis. La epíclesis del Canon es pre-consecratoria y no es dirigida ni al Espíritu Santo, como en las epíclesis orientales, ni al Verbo, como en la anáfora de Serapión y en los escritos de Atanasio, sino sólo al Padre fac nobis … quod figura est Corporis et Sanguinis Domini nostri Iesu Christi.Esto le confiere a la invocación romana -como se señaló anteriormente- una antigüedad indiscutible. Además, en lugar de la epíclesis post-consagración, que suelen tener las liturgias orientales, el Canon romano cuenta con la oración para pedir los efectos carismáticos de la santa Comunión: ut quotquot ex hac altaris participatione sacrosanctum Filii tui Corpus et sanguinem sumpserimus, omni benedictione coelesti et gratia repleamur. «El sentido de esta antigua oración fue alterado durante mucho tiempo. Mientras que en los Estatutos Egipcios todavía se habla del Espíritu Santo que cubre con su sombra la oblación sagrada y concede sus dones a los comulgantes, en las liturgias etíopes del Salvador y de los Apóstoles, mediante una pérfida interpolación, el Espíritu Santo se convierte en el agente de la transubstanciación de los Misterios. Las otras liturgias posteriores (no sólo en el Oriente y en África, sino a veces también en España) se han encaminado todas por este mismo sendero, de manera que la anáfora romana, junto con la de los Estatutos eclesiásticos Egipcios, son los únicos testigos de este estado primitivo de cosas» [59].

8. Herejías después del siglo III. A pesar de la proliferación de herejías y controversias a partir del siglo III, el Canon romano -que no reporta ninguna preocupación teológica- resulta totalmente ajeno a éstas. En la prezCommunicantes, para el día de la Ascensión, se habla simplemente de la naturaleza humana unida al Verbo, sin decir nada acerca de las condiciones de tal unión. Toda la Eucharistia está dirigida al Padre por medio de Jesucristo Nuestro Señor sin la menor consideración a los arrianos.Tal vez la herejía de los pneumatomaquianos influyó en la mente de san León, porque allí donde muchos aún reconocían al Espíritu Santo oculto en la ofrenda de Melquisedec, éste retocó un poco el texto y añadió sanctum sacrificium, immaculatam ostiam. Esto sugiere que en el momento de las disputas pneumatomaquianas también el Canon sufrió probablemente, como las anáforas orientales, sucesivos retoques y modificaciones, con el fin de poner en plena evidencia la divinidad del Espíritu Santo: ajustes y modificaciones que, afortunadamente, no prosperaron. De hecho, ni san Ambrosio ni el autor del De Sacramentis, ni la entera tradición de los Sacramentarios de todos los ritos latinos han conocido jamás otra fórmula consecratoria fuera de las palabras de la institución eucarística, única a la que reclaman toda eficacia transubstanciadora.

A partir de estas consideraciones breves y sólo parciales se puede deducir que la versión latina de la anáfora griega emprendida en Roma en el siglo IV hizo caer pronto en el olvido al arquetipo; por otro lado, los retoques debieron ser muy pocos, por lo que los pontífices posteriores -el papa Vigilio, Inocencio I, san Gregorio I- no sin razón pudieron hablar del Canon Romano como de una oración de tradición apostólica.

Es más, estaban tan convencidos de la inviolabilidad apostólica del Canon eucarístico, que el Liber Pontificalis ha tenido en cuenta incluso las ínfimas adiciones introducidas por Alejandro I, Sixto I , León Magno, Gregorio I, a fin de preservar su memoria: tan nuevo parecía el hecho de meter mano en la anáfora tradicional. Así que podemos estar seguros de que el actual Canon del Misal Romano es textualmente aquel que los Papas del siglo V consideraban de origen apostólico, ni es posible demostrar que haya sufrido a continuación transformaciones de relieve.

Ciertamente aquella apostolicidad debe entenderse en sentido bastante amplio, ya que nosotros mismos descubrimos en la anáfora Romana discontinuidad, lagunas e inserciones. Sin embargo, ya los Papas del siglo V le atribuían al Canon nobleza apostólica. Es interesante notar cómo, a pesar de tanta variedad de usos y de ceremonias, en el siglo V en Roma, Rávena, Milán, Pavía, Gubbio, en la iglesia del autor anónimo del De Sacramentis etc., estaba en uso y se honraba un único Canon eucarístico que todos reconocían como recibido de Roma. Ecclesia Romana […] cuius typum in omnibus sequimur et formam, como escribe el autor del De Sacramentis [60], y esto desde tiempo inmemorial. Por tanto, debemos admitir que este Canon, para haberse impuesto a la veneración de todos, debe remontarse al menos a una remota antigüedad, y debe ser realmente parte del sagrado depósito transmitido a las demás sedes italianas de parte de la Cátedra Apostólica [61].

«Una tradición romana que constatamos hallarse en el siglo V en plena posesión, indiscutible, reverentemente acogida en todo el patriarcado papal -escribe el beato Schuster-, le atribuye al Canon un origen apostólico. De acuerdo con esta creencia, los historiadores romanos creían poder dar cuenta en el Liber Pontificalis incluso de las más ligeras modificaciones introducidas en el texto de esta Eucharistia tradicional por parte de los antiguos pontífices; asimismo, los papas y los escritores que lo tratan, lo hacen como en referencia a una prez inalterable e intangible que se impone a la aceptación de todas las Iglesias. La documentación de las partes individuales de nuestro Canon se remonta por lo menos al siglo V, y nos obliga a identificarlo en sus principales líneas con aquel que los antiguos creían de tradición apostólica. Lejos de debilitar nuestro argumento, el examen directo e íntimo del documento no hace sino reforzarlo, conviniéndole a nuestra Eucharistia Romana la aureola de tan arcaica redacción que, repitiendo hoy, después de tantos siglos en la Misa la prez consecratoria, podemos estar seguros de orar, no sólo ya con la fe de Dámaso, de Inocencio, de León Magno, sino con las mismas palabras que antes de nosotros repitieron ellos ante el altar, y que incluso santificaron la primigenia edad de los Doctores, los Confesores y los Mártires»[62].

7. El Concilio de Trento
En los siglos transcurridos desde la reforma de San Gregorio Magno hasta el Concilio de Trento, el Rito Romano se extendió por todo el mundo católico sin que ello dificultara el florecimiento de costumbres locales, que se desarrollaron poco a poco y de forma natural a lo largo de muchos siglos. Con el paso del tiempo, oraciones y ceremonias se multiplicaron casi imperceptiblemente y, en cualquier caso, a su desarrollo seguía la selección y la eventual codificación, es decir, la incorporación de estas oraciones y ceremonias en los libros litúrgicos. Uno de los más grandes historiadores de Gran Bretaña, Owen Chadwick, observó que «las liturgias no se hacen, sino que crecen en la devoción de los siglos»[63].
Alrededor de mil años después de la reforma de san Gregorio Magno, eliminando las adiciones marginales desarrolladas a lo largo de los siglos, san Pío V, a continuación de la Reforma protestante y del Concilio de Trento, le dio a la misma Misa de san Gregorio Magno una forma definitiva válida para siempre y para todos los lugares.
La práctica de referirse a la Misa tradicional del Rito Romano como la Misa Tridentina es poco feliz, ya que ha llevado a la impresión generalizada y errónea de que esta Misa haya sido compuesta a partir del Concilio de Trento. La palabra tridentina en realidad significa «concerniente a» este Concilio -Concilium Tridentinum- que tuvo lugar en distintos períodos entre los años 1545 y 1563. El Concilio de Trento, en realidad, estableció una comisión para examinar el Misal Romano, repasarlo y repristinarlo «de acuerdo a la costumbre y el rito de los Santos Padres». El nuevo Misal fue finalmente promulgado por el papa san Pío V en 1570 con la bula Quo Primum. El trabajo preparatorio de la Comisión se caracterizó por el respeto hacia la Tradición. En ningún caso hubo la más mínima propuesta para componer un Novus Ordo Missae. La sola idea se hubiera considerado inconcebible para el auténtico sentir católico. La Comisión codificó el Misal existente, eliminando algunos puntos que consideraba superfluos o innecesarios y conservando los ritos existentes por un tiempo de doscientos años como mínimo. Sin embargo, en lo que respectaba al Ordinario, el Canon, el Propio del Tiempo y mucho más, era una réplica del Misal Romano de 1474, que, en  todo lo esencial, se remontaba a la época de san Gregorio Magno.
Fortescue hace especial mención a la continuidad litúrgica que caracterizó al nuevo Misal, el cual, promulgado por San Pío V, no es simplemente un decreto personal del Soberano Pontífice, sino un acto del Concilio de Trento, si bien cerrado el 4 de diciembre 1563, antes de que la Comisión hubiese completado su tarea. La cuestión fue sometida al papa Pío IV, que murió antes de terminar el trabajo; por lo que fue su sucesor, san Pío V, quien promulgó el Misal resultante del Concilio con la Bula antes mencionada.
Dado que el Misal es un acto del Concilio de Trento, su título oficial es Missale Romanum ex decreto sacrosancti Concilii Tridentini restitutum (Misal Romano restaurado según los decretos del sacrosanto Concilio de Trento). Por primera vez en mil quinientos años de historia de la Iglesia un concilio y/o un papa especificaron e impusieron un rito completo de la Misa a través del instrumento legislativo.
Fortescue, estudiando cuidadosamente la reforma de san Pío V, llegó a la siguiente conclusión: «podemos estar muy agradecidos a la comisión que fue tan escrupulosa en el mantenimiento o restauración de la antigua tradición Romana». Agregó luego que «desde el Concilio de Trento, la historia de la Misa es, en sustancia, nada más que la composición y la aprobación de nuevas Misas (entiéndase propias). El esquema y todas las partes fundamentales siguen siendo las mismas. Nadie ha pensado en tocar la venerable Liturgia de la Misa Romana excepto añadiéndole nuevos Propios»[64]. «No hay en la cristiandad otro rito tan venerable como el nuestro», afirma Fortescue. Es por lo tanto la Misa Tridentina, el más venerable rito de la cristiandad, «la cosa más hermosa de este lado del cielo», como se expresó el padre Faber. Escribiendo sobre esta Misa, John Henry Newman dijo que «nada es tan consolador, tan conmovedor, tan apasionante, tan exaltante como la Misa tal como se la celebra entre nosotros […]. No se trata de una fórmula verbal: es una gran «acción», la mayor que pueda darse en la tierra. Es […] la evocación del Eterno. Se hace presente en el altar, en carne y sangre, Aquel ante quien se postran los ángeles y los demonios tiemblan»[65].

8. Los anatemas del Concilio de Trento 

Se debe en este punto recordar las excomuniones conminadas por el Tridentino a quien osara contradecir sus venerables enseñanzas. La cristiandad moderna, inmersa en una atmósfera saturada de diálogo, de pluralismo, de compromiso, no está ya acostumbrada al lenguaje de los anatemas [66], a menudo relegados a los restos de una historia ya superada por los así llamados católicos adultos.

En la conferencia ofrecida en Nueva York (E.E.U.U.) en mayo de 1995 con el significativo título de «El atractivo teológico de la Misa Tridentina», el cardenal Alfons M. Stickler hizo hincapié en la importancia -en el ámbito de los Concilios en general- de la diferencia entre dos tipos de declaraciones y decisiones conciliares: aquello que toca a la doctrina y aquello que se refiere, en cambio, a la disciplina. «La mayor parte de los concilios -dijo el purpurado- han emitido declaraciones y decisiones tanto doctrinales como disciplinarias, a un mismo tiempo. Otros, en cambio, sólo doctrinales o disciplinarias […] Encontramos explícitamente en el Concilio de Trento las dos disposiciones: capítulos y cánones que se ocupan en primer lugar y exclusivamente de cuestiones de fe, y luego, en casi todas las sesiones, sólo de argumentos de orden disciplinario. Esta distinción es importante: todos los cánones teológicos afirman que quien se opone a las decisiones del Consejo resulta excomulgado: anathema sit. Mientras que el Concilio no conmina nunca anatemas por oposiciones contra disposiciones puramente disciplinarias».

En la XXII Sesión del Concilio (17 de septiembre 1562) fueron tratados Doctrina y cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa. En el capítulo IV se lee que «debido a que las cosas santas deben ser tratadas santamente, y [la Misa] es el sacrificio más santo, la Iglesia Católica, para que éste pudiera ser ofrecido y recibido dignamente y con reverencia, ha establecido desde hace muchos siglos el sagrado Canon, tan puro de cualquier error como para no contener nada que no emita intensa fragancia de santidad y de piedad, y eleve a Dios las mentes de aquellos que lo ofrecen, formado como lo está a partir de las palabras del Señor, de cuanto han transmitido los Apóstoles e instituido piadosamente también los santos pontífices». «La liturgia romana -afirma el cardenal Stickler- ha siempre proporcionado un solo Canon introducido y utilizado por la Iglesia desde hace muchos siglos. El Concilio de Trento afirma expresamente, en el capítulo IV, que este Canon no puede contener ningún error […]. La composición de este Canon se basa en las palabras mismas de Jesús, en la tradición de los Apóstoles y en las prescripciones de los santos Papas. El Canon 6 en su capítulo IV impone la excomunión a aquellos que sostienen que el Canon de la Misa contiene errores y que, por lo tanto, debe ser abolido».

En el capítulo V el santo Concilio afirma que «siendo la naturaleza humana tal que no es fácilmente atraída a la meditación de las cosas divinas sin pequeños artificios exteriores, por esta razón la Iglesia, como piadosa madre, ha establecido ciertos ritos por los que alguna parte en la Misa sea pronunciada en voz baja y alguna otra en voz más alta. Ha establecido igualmente ceremonias como las bendiciones místicas; utiliza luces, incienso, vestiduras y muchos otros elementos -transmitidos por la enseñanza y por la tradición apostólica- con los que resulte puesta en evidencia la majestad de un sacrificio tan grande, y las mentes de los fieles se sientan atraídas por estos signos visibles de la religión y de la piedad a la contemplación de las cosas altísimas que están ocultas en este sacrificio». De ello se sigue -en el canon 7- que «si alguno dijere que las ceremonias, las vestiduras y otros signos externos de los que se sirve la Iglesia Católica en la celebración de misas son más bien elementos adecuados para promover la impiedad que no manifestaciones de piedad, sea anatema».

El capítulo VIII está dedicado a la lengua utilizada en el culto de la Misa. Si durante los tres primeros siglos la Iglesia Católica Romana se sirvió del griego, que era el idioma común en el mundo latino, desde el siglo IV el latín devino el idioma común en todo el Imperio Romano y se mantuvo durante siglos en la Iglesia como la única lengua del culto. El uso del latín se mantuvo constante incluso después del nacimiento de las lenguas vernáculas.

«Los padres del Concilio -observa el cardenal Stickler- sabían perfectamente que la mayoría de los fieles que por entonces asistían a Misa no sabían el latín y ni siquiera podía leer la traducción, tratándose generalmente de analfabetos e iletrados. Pero sabían también que la Misa contiene muchas partes de instrucción para los fieles. Con todo, ellos no aprobaban la opinión de los protestantes de que fuese indispensable celebrar la Misa sólo en lengua vernácula. Con el fin de promover la instrucción de los fieles, el Concilio ordenó mantener en todo el mundo la antigua tradición aprobada por la Santa Iglesia Romana -que es madre y maestra de todas las iglesias- de poner cuidado en explicar a las almas el misterio central de la Misa. El canon 9 impone por ello la excomunión a aquellos que afirman que la lengua de la Misa debe ser sólo la lengua vernácula». Este anatema revela que, para los Padres del Concilio, el uso de la lengua en la Liturgia no es una medida meramente disciplinar, sino que implica la doctrina y la teología y, por último, la misma fe.

«Una de las razones de todo esto es principalmente la veneración debida al misterio de la Misa. El decreto que sigue a este capítulo y a este canon y que trata de aquello que debe ser observado y evitado durante la celebración de la Misa, declara que la ausencia de veneración no puede ser considerada como separada de la impiedad. La irreverencia implica siempre la impiedad. Además, el Concilio ha querido salvaguardar las ideas expresadas en la Misa, y la precisión del latín preserva el contenido de una interpretación equívoca y de los posibles errores debidos a una imprecisión lingüística. Por estas razones, la Iglesia siempre ha defendido la lengua sagrada. Por estas mismas razones, el canon 9 impone la excomunión a aquellos que afirman que el rito de la Iglesia Romana -en el cual una parte del Canon y las palabras de la Consagración se pronuncian silenciosamente- debe ser condenado. Así pues, incluso el silencio tiene un fundamento teológico» (ibidem).

¿Un nuevo Misal?

El primer objetivo del Concilio de Trento fue -como se señaló anteriormente- aquel de codificar la enseñanza eucarística católica, cosa que hizo de manera excelente y de una manera clara e inspirada, pronunciando el anatema para cualquiera que hubiese rechazado esta enseñanza. «Así el Concilio enseña la verdadera y genuina doctrina acerca del venerable y divino sacramento de la Eucaristía, aquella doctrina que la Iglesia Católica ha siempre firmemente amado y que amará firmemente hasta el fin del mundo, según lo enseñado por el mismo Cristo Nuestro Señor, por sus Apóstoles y por el Espíritu Santo, que constantemente trae a la mente [de la Iglesia] toda la verdad. El Concilio prohíbe a todos los fieles en Cristo, de ahora en más, creer, enseñar o predicar sobre la Santísima Eucaristía cualquier cosa distinta de lo explicado y definido en el presente decreto».
En la XVIII sesión, el Concilio encargó a una comisión que examinase el Misal, ordenándole repasarlo y restaurarlo «según la costumbre y el rito de los Santos Padres». Fortescue considera que los miembros de la comisión encargada de la revisión del Misal «llevaron a término su tarea muy bien». «No fue la creación de un nuevo Misal, sino la restauración del ya existente «según la costumbre y el rito de los Santos Padres», con el uso, para este propósito, de los mejores manuscritos y de otros documentos». [67]
No se trató, por tanto, de un nuevo Misal. La sola idea de componer uno ex novo era y es totalmente ajena a todo el sentir católico. El cardenal Gasquet observó que «todo católico debe sentir un amor personal hacia los sagrados ritos que llegan a él con toda la autoridad de los siglos. Toda manipulación grosera de tales formas causa un dolor profundo en quien las conoce y las emplea, ya que éstas proceden de Dios por medio de Cristo y por medio de la Iglesia. Pero no obrarían tanta atracción si no fuesen santificadas por la devoción de tantas generaciones que han orado con las mismas palabras y han encontrado en ellas firmeza en la alegría y consuelo en el dolor». [68]
La esencia de la reforma de san Pío V fue, como la de san Gregorio Magno, el respeto por la tradición. En 1912 el padre Fortescue podía comentar con satisfacción: «… la restauración de san Pío V fue una de las más eminentemente satisfactorias. El estándar de la comisión fue la antigüedad. Se abolieron las formas elaboradas más recientemente y se eligió la simplicidad, sin destruir todos aquellos elementos pintorescos que añaden belleza poética a la severa Misa Romana. Se eliminaron numerosas secuencias largas que se agolpaban continuamente en la Misa, pero fueron mantenidas las cinco seguramente mejores. Se redujeron las procesiones con  ceremoniales elaborados, pero salvando las ceremonias verdaderamente significativas: la Candelaria, las Cenizas, el Domingo de Ramos y los bellísimos ritos de la Semana Santa. Seguramente, en Occidente debemos estar muy contentos de tener el Rito Romano en la forma del Misal de san Pío V». [69]
Desde el tiempo de la reforma de san Pío V ha habido revisiones, pero nunca sustanciales. A menudo lo que hoy se llaman «reformas» no fueron más que restauraciones del Misal en la forma codificada por san Pío V. Esto es cierto en particular para las «reformas» de Clemente VIII, establecidas en la instrucción Cum sanctissimum del 7 de julio de 1604, y de Urbano VIII en la instrucción Si quid est, del 2 de septiembre de 1634. San Pío X trabajó una revisión no del texto, sino de la música.
Entre 1951 y 1955 Pío XII reformó las ceremonias de la Semana Santa (con el decretoMaxima Redemptionis) y autorizó una revisión de las rúbricas orientada principalmente al calendario. También el papa Juan XXIII obró una amplia reforma de las rúbricas que fue promulgada el 25 de julio de 1960 y entró en vigor el 1 de enero de 1961, centrada una vez más y principalmente en el calendario. Ninguna de estas reformas implicó un cambio significativo en el Ordinario de la Misa. [70]
En 1929, de hecho, el cardenal Schuster fue capaz de escribir: «al comparar nuestro actual Misal posterior a la reforma tridentina con el misal medieval y con el Sacramentario Gregoriano, la diferencia no parece en modo alguno sustancial. El nuestro es más rico y variado en lo que respecta al ciclo hagiográfico, pero las Misas estacionales de los domingos de Adviento, de Cuaresma, de las fiestas de los santos incluidos en el Sacramentario de san Gregorio, a excepción de algunas pocas diferencias son casi las mismas. Se puede decir en todo caso que nuestro códice eucarístico, incluso tomando en cuenta el desarrollo alcanzado por el transcurrir de los siglos, es sustancialmente el mismo que usaban los grandes Doctores de la Iglesia en la Edad Media, y que llevaba en su portada el nombre de Gregorio Magno». [71]

Conclusión

La Misa llamada «tridentina» tiene un núcleo central inmutable, establecido por el mismo Cristo, continuado y perfeccionado por los Apóstoles y conservado intacto a través de dos milenios de historia. La trama de ritos y de ceremonias que la caracteriza ha ido evolucionando poco a poco hasta alcanzar una forma casi definitiva a finales del siglo III, y luego vuelta de alguna manera definitiva por san Gregorio Magno. No han faltado elementos secundarios: la solicitud materna de la Iglesia no ha cesado de restaurar y embellecer el rito, removiendo de tanto en tanto aquellas escorias que amenazaban oscurecer el esplendor original. [72]
Esta es la historia de la Misa hasta la promulgación del Nuevo Misal en 1969. Los eminentísimos cardenales Ottaviani y Bacci, en el «Breve examen crítico del Novus Ordo Missae» presentado al pontífice Pablo VI antes de la definitiva promulgación, no dudaron en afirmar que el NOM (Novus Ordo Missae) «considerados los elementos nuevos, aunque susceptibles de valoraciones muy diversas, que aparecen sobreentendidos e implícitos, representa -tanto en su conjunto como en los detalles- un alejamiento sorprendente de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada en la XXII Sesión del Concilio de Trento, el cual, fijando definitivamente los cánones del rito, erigió una barrera infranqueable contra cualquier herejía que pudiera menoscabar la integridad del magisterio».
En una nota del «Breve examen» en cuestión viene referida una cita del padre Louis Bouyer [73], según el cual «el Canon romano data, tal como lo conocemos hoy, de san Gregorio Magno. No hay, tanto en Oriente como en Occidente, ninguna plegaria eucarística que, mantenida en uso hasta nuestros días, pueda jactarse de una tal antigüedad. A los ojos no sólo de los ortodoxos, sino de los anglicanos e incluso de los protestantes que aún tienen en alguna medida el sentido de la tradición, tirarlo por la borda equivaldría, de parte de la Iglesia Romana, a renunciar a toda pretensión de representar ya nunca más a la verdadera Iglesia Católica» (nota 1).
Romano Amerio, en su insuperable Iota unum, escribe que «leyendo las antiguas liturgias, como el Sacramentario de Biasca, que es del siglo IX, y encontrando allí las fórmulas con las que la Iglesia de Roma oró durante más de un milenio, se siente vivamente la desgracia sufrida por la Iglesia despojada del sentido de la antiquitas que, incluso de acuerdo a los gentiles, proxime accedit ad deos, e incluso del sentido de la inmovilidad de lo divino en el movimiento del tiempo». [74]
El cardenal Ratzinger denunciaba ya hace años que -con la reforma litúrgica postconciliar- se había reemplazado una «Liturgia desarrollada en el tiempo por una Liturgia construida en una mesa». «La promulgación de la prohibición del Misal -afirmaba todavía el purpurado- que se había desarrollado a lo largo de los siglos desde la época de los sacramentales de la antigua Iglesia, provocó una ruptura en la historia de la Liturgia cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas […] Se rompió a pedazos el antiguo edificio y se construyó otro […] El hecho de que éste fuera presentado como un edificio nuevo, contrapuesto a aquel que se había formado a lo largo de la historia, que se prohibiera este último y se hiciera de alguna manera aparecer a la Liturgia no ya como un proceso vital, sino como un producto de erudición especialística y de competencia jurídica, nos ha provocado gravísimos daños. De esta manera, de hecho, se ha movido la impresión de que la liturgia se «hace», que no es algo que existe antes que nosotros, algo «dado», sino que depende de nuestras decisiones. Se deduce luego, en consecuencia, el que no se reconoczca esta capacidad de toma de decisiones sólo a los especialistas o a una autoridad central, sino que, en definitiva, cada «comunidad» quiera darse a sí misma una Liturgia propia. Pero cuando la liturgia es algo que cada uno se hace por sí mismo, entonces no nos dona más aquello que es su verdadera cualidad: el encuentro con el misterio, que no es un producto nuestro, sino nuestro origen y la fuente de nuestra vida». [75]
Bernardo de Chartres solía decir que «somos como enanos que están sobre los hombros de gigantes, por lo que podemos ver más que ellos no debido a nuestra estatura o a la agudeza de nuestra vista, sino porque, situados sobres sus hombros, estamos más altos que ellos». Que Dios nos conceda la humildad de reconocernos enanos, y la inteligencia -si queremos ver lejos- de permanecer sobre los hombros de aquellos gigantes que son nuestros Padres en la Fe. Sin esta actitud de la mente y del corazón, nos condenamos a nosotros mismos a una segura y tal vez irreversible ceguera.
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NOTAS

[Aludimos a las fuentes citadas por la propia autora, con los títulos y ediciones tal como aparecen consignados]

1. M. Mosebach, Eresia dell’informe. La Liturgia romana e il suo nemico, Siena 2009, p. 49.
2. I. Schuster, Liber Sacramentorum. Note storiche e liturgiche sul Messale Romano, vol. I, Torino-Roma 1929, p. 1.
3. A. Fortescue, The Mass. A study of the Roman Liturgy, London 1912, p. 213.
4. El cardenal Ratzinger escribe que la Liturgia «a veces se concibe etsi Deus non daretur:como si en ella no importara más si Dios existe y si nos habla y nos escucha. Pero si en la Liturgia ya no aparece más la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio de Cristo viviente, ¿dónde es que la Iglesia aparece todavía en su sustancia espiritual? Entonces la comunidad se celebra sólo a sí misma, sin que esto valga la pena. Y, dado que la propia comunidad no tiene subsistencia por sí misma sino que, en tanto unidad, tiene su origen por la fe de parte del mismo Señor, se hace inevitable en estas condiciones que se llegue a la disolución en partidos de todo tipo, a la contraposición de partidos en una Iglesia que se desgarra a sí misma» (J. Ratzinger, La mia vita, Cinisello Balsamo 1997, pp. 110-113).
5. J. Ratzinger, La teologia della Liturgia, Abbazia di Fontgombault, 22-24 luglio 2001.
6. Sobre las desviaciones de la «creatividad litúrgica», véase R. Amerio, Iota unum. Studio delle variazioni della Chiesa cattolica nel secolo XX, Milano-Napoli 1989, III ed., pp. 530ss.
7. En su correspondencia con el padre Matías Augé, que tuvo lugar entre noviembre de 1998 y febrero de 1999, el entonces cardenal Joseph Ratzinger presenta como una «amenaza» para la unidad del rito romano no el indulto (hoy podríamos decir el motu proprio que liberalizó el uso del antiguo misal), sino la «creatividad salvaje.» Escribía el cardenal: «esta unidad hoy no se ve amenazada por las pequeñas comunidades que hacen uso del indulto [diríamos del motu proprio] y se encuentran a menudo tratadas como leprosos, como personas que hacen algo indebido, incluso inmoral; no, la unidad del Rito Romano se encuentra amenazada por la creatividad salvaje, a menudo alentada por liturgistas … En esta situación, la presencia del Misal anterior puede convertirse en un dique contra las alteraciones de la Liturgia, por desgracia frecuentes, y ser así un apoyo de la reforma auténtica»
Cf. http://blog.ilgiornale.it/tornielli/2010/10/01/ratzinger-la-lettera-sulla-creativita-selvaggia/.
8. A. Fortescue, op. cit., p. 12.
9. Dom P. Guéranger, Istitutiones liturgiques, Parigi 1878, pp. 388-407 (aquí p. 398).
10. Textualmente: magnopere curandum est ut id teneatur quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est. (PL CIT). Sobre el argumento, véase el recentísimo estudio de mons. Brunero Gherardini, Quaecumque dixero vobis. Parola di Dio e Tradizione a confronto con la storia e la teologia, Torino 2011, que dedica al Lerinense un entero parágrafo (pp. 88-99)
11.Aparte de los estudios que serán citados en el curso del presente trabajo señalamos los siguientes: Sacramentario Gelasiano, PL t. LV, LXXIV; Sacramentario Gregoriano, PL t. LXXXVIII; E. Caronti, Il Sacrificio Cristiano e la Liturgia della Messa, Torino 1922; Dom Botte, Le Canon de la messe romaine, Lovanio 1935; G. Vagaggini, La santa Messa, Roma 1945; J. Jungmann, Missarum solemmnia, 2 vols., Torino 1953; Roguet, La Messa, Alba 1954; T. Schnitzler, Meditazioni sulla Messa, vol. I: Canone e Consacrazione, Roma 1956; J. Jungmann, La santa Messa come offerta della comunità cristiana, Milano 1956; T. Schnitzler, Meditazioni sulla S. Messa, I y II vols., Roma 1960; A. Reid, The organic Development of the Liturgy, Farnborough 2004.
12. P. Guéranger, op. cit., p.16.
13. Dios mismo se proclamó el ceremoniero de su pueblo, como se lee a menudo en la Sagrada Escritura: «Quæ est enim alia gens sic inclyta, ut habeat ceremonias…?» (Dt IV,8).«Audi Israel ceremonias atque judicia, quæ ego loquor in auribus vestris hodie: discite ea, et opere complete… Loquor tibi omnia mandata mea et ceremonias…» (ib. V,1. 31). Y el corajudo Nehemías, reseñando las causas que provocaron la ruina de Israel, no teme decir:«Non custodivimus mandatum tuum et ceremonias…» (Ne I,7).
14. Ibidem, p. 21-22.
15. M. Righetti, Manuale di storia liturgica I, Milano 1964, p. 40.
16. Así el testo íntegro: Domine noster, etiam nunc vere verba admonitionis et veritatis nobis locutus es, et multa concessisti nobis indignis et dedisti insuper iis, qui digni erunt per futura saecula, ut tua verba discernentes, laqueos maligni effugerent. Attamen rogamus te, Domine noster, ut lucem tuam perfectam facias resplendere super nos et super eos, qui praedestinati et praedistincti sunt, ut fiant tui. Quare, quemadmodum pluries petivimus a te, exoramus, ut nos doceas, qualis debeat esse ille, qui ecclesiae praeest, et quonam canone ille debeat constituere et ordinare ecclesiam. Cum enim mittimur ad gentes ad praedicandam salutem, quae est a te, oportet ut minime lateat nos, quomodo sint mysteria ecclesiae tractanda. Quapropter ex voce tua, o salvator et perfector noster, cupimus plene discere, quomodo debeat placere coram te sacer praepositus, itemque omnes, qui ministrant in tua ecclesia.[Los Apóstoles piden al Señor]: «Señor nuestro, también ahora nos has dicho en realidad palabras de consejo y de verdad, y nos has concedido muchas cosas a nosotros que somos indignos, y lo que es más, las darás a quienes en los siglos futuros serán dignos de escapar de las trampas del maligno, discerniendo tus palabras. Sin embargo te rogamos, Señor nuestro, que hagas resplandecer tu perfecta luz sobre nosotros y sobre los predestinados y escogidos para que sean tuyos. Por eso, como muchas veces te lo hemos pedido, te rogamos nos enseñes cuál (de qué tipo) debe ser el que está a la cabeza de la Iglesia, y con qué regla (ley) él deba construir y ordenar a la Iglesia. De hecho, cuando somos enviados a predicar entre los gentiles la salvación que viene de ti, es necesario que no estemos a oscuras respecto de cómo (de qué forma) deben ser tratados los misterios de la Iglesia. Por eso es que por tu voz, ¡oh nuestro Salvador y perfeccionador!, deseamos perfectamente saber cómo debe satisfacerte el sagrado prepósito (aquel que se ha puesto a la cabeza) y del mismo modo todos los que desempeñan un ministerio en tu Iglesia». Véase también A. Fortescue, op. cit., p. 48.
17. Non enim ii dies qui inter resurrectionem Domini ascensionem quae fuxerunt, otioso transiere decursu: sed magna in his confirmata sacramenta, magna sunt revelata mysteria(Sermo LXXII, 2; P.L. 54, 395).
18. Quam quidem credendi et orandi normam discipulos suos, quadrageno dierum spatio, Christus in coelum iam ascensurus edocuit, eamque per illos Ecclesiae suae custodiendam evolvendamque tradidisse nemo non e catholicis novit (bula Immensa, de san Sixto V).
19. Cuncta ordine debemus facere, quae nos Dominus statutis temporibus peragere iussit, oblationes scilicet et officia sacra perfici, neque temere et inordinate fieri praecepit, sed statutis temporibus et horis. Ubi etiam et a quibus celebrari vult, ipse excelsissima sua voluntate definivit, ut religiose omnia secundum eius beneplacitum adimpleta, accepta essent voluntati eius. «Debemos hacer con orden todo lo que el Señor nos ha mandado cumplir dentro de los plazos fijados, es decir: actualizar las ofrendas y las liturgias, y no al azar y sin orden, sino en circunstancias y horas establecidas. Dónde y por quién quiere que sean celebradas, Él lo estableció con su voluntad soberana, ya que cumpliéndose todo conforme a su aprobación, fuese bien aceptado por su voluntad» (I Cor XL) Citado por M. Righetti, op. cit., p. 42 (nota 16).
20. M. Righetti I, op. cit., p. 41-42. También hay que señalar que durante su vida terrena Jesús practicó, en algunas circunstancias, ceremonias especiales, como levantar los ojos al cielo antes de bendecir o de orar (Mt 14:19, Jn 17:01), rezar de rodillas (Lc 22,41 ), imponer las manos (Mc 8, 25), tocar con la saliva (Mc 7,33; 8,23), insuflar (Jn 22,22), bendecir (Mc 14,22): cf. op. cit., p. 41 (nota 10).
21. Cf. M. Righetti I, op. cit., p. 43
22. P. Guéranger, op. cit., p. 24. El texto original de san Agustín reza: […] quod universa tenet Ecclesia, nec conciliis institutum, sed semper retentum est, nonnisi auctoritate apostolica traditum rectissime creditur. (De Baptism. contra Donat., lib IV, cap. XXIV in:Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 51, p. 259).
23. P. Guéranger, ibid., pp. 27-28.
24. Ibid. p. 29.
25. Et calicem similiter […] suum sanguinem confessus est, et novi Testamenti novam docuit oblationem; quam Ecclesia ab Apostolis accipiens, in universo mundo offert Deo. (Cont. Haeres., L. 4, cap. 15, n. 5, PG 7, 1023, citado por M Righetti I, op. cit., p. 44).
26. Cf M. Righetti I, op. cit, p. 42.
27. Cf P. Guéranger, op. cit., p. 30.
28. Ibid. pp. 31ss.
29. «Cuando esta carta que os escribo se haya leído entre vosotros, tened cuidado que sea leída en la Iglesia de Laodicea, y leed vosotros mismos lo que se está dirigido a los laodicences» (Colosenses 4:16). Al final de la primera Carta a los Tesalonicenses, san Pablo añade: «Os conjuro por el Señor que esta carta sea leída a todos los hermanos santos» (1 Tesalonicenses 5:27).
30. Así recita el Canon II de este Concilio: Item placuit, ut non aliter episcopi, et aliter presbyteri populum, sed uno modo salutent, dicentes: Dominus vobiscum, sicut in libro Ruth legitur; et ut respondeatur a populo: Et cum spiritu tuo, sicut et ab ipsis apostolis traditum omnis retinet Oriens, et non sicut priscilliana pravitas permutavit.
31. Papa Vigilio, Ep. ad Profuturum, 5: PL 69,18.
32. Adv. Pelag., I, c. 18, citado por P. Guéranger, op. cit., p. 35.
33. Cf. P. Guèranger, op. cit., p. 123.
34. Epist. XXI apud D. Coustant, citado por P. Guèranger, op. cit., p. 152. Cf. también M. Righetti I, op. cit., pp. 35-36.
35. El Euchologion es el libro litúrgico de las Iglesias orientales que contiene los Ritos Eucarísticos, las partes invariables del Oficio Divino y los ritos para la administración de los Sacramentos y Sacramentales, y por ello es una combinación de las partes esenciales del Misal, el Pontifical y Ritual en el Rito Romano: cf. M. Davies, A short history of the Holy Mass…
36. I. Schuster I, op. cit., pp. 43ss.
37. Si quid boni vel ipsa vel altera ecclesia habet, ego et minores meos quos ab illicitis prohibeo, in bono imitari paratus sum. Stultus est enim qui in eo se primum existimat, ut bona quae viderit, discere contemnat.
38. A. Fortescue, op. cit., pp. 172-3.
39. Se vea la referencia en www.cpm-italia.it/…/133-rilettura-del-concilio-vaticano-ii-q-sacrosanctum-concilium-il-rinnovamento-della-liturgia.html. La cita consta también en M. Davies, op. cit.
40. Ibid. p. 173.
41. Ibid. p. 183.
42. Sobre el Ofertorio, en los años sesenta se fue extendiendo el argumento erróneo de que el Ofertorio del Misal de San Pío V es de origen moderno. Un monje de Solesmes, Tirot Pablo, en su valioso trabajo Histoire des prières d’offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle, CLV-Edizioni 1985 explica con precisión y competencia que las oraciones del Ofertorio, tomadas individualmente, se remontan por lo menos a los siglos octavo y noveno. Es verosímil que en el siglo XIII comenzaran a ser ensambladas, tal como se encuentran en el Misal de san Pío V.
43. A. Fortescue, op. cit., p. 184.
44. Ibidem.
45. Sobre la historia del Canon cf. V. P. Borella, Il Canone della Messa romana nella sua evoluzione storica, en Quaderni d’Ambrosius, 1959, pp. 26-51. A propósito del Canon escribe Bernard Botte: «Ce n’est pas un texte inspiré, bien sûr ; mais il a toujours été traité avec un respect particulier. Les théologiens du Moyen Âge n’ont pas essayé de le mettre d’accord avec leurs spéculations. Ils le considéraient comme un donné traditionnel et ils le commentaient comme un texte sacré. On peut juger ce respect exagéré; mais que serait-il arrivé si les théologiens avaient pris le texte de la messe comme champ clos pour leurs querelles? Peut-on imaginer qu’un texte, qui a été pendant treize siècles au coeur de la piété chrétienne en Occident et qui a passé intact au milieu des controverses théologiques, succombe finalement sous une réforme liturgique?» (Le mouvement liturgique. Témoignage et souvenirs, Desclée 1973, p. 103).
46. Entre las varias teorías elaboradas al repecto, véanse las de Bunsen, Probst y Bickell, Dom Cagin, W. C. Bishop, Baumstark, Buch, Drews, Dom Cabrol, reseñadas por A. Fortescue, op. cit., pp. 138-168.
47. Libri sacramentorum vol. II, pp. 54ss.
48. «Orationem vero Dominicam idcirco mox post precem dicimus […] et valde mihi inconveniens visum est, ut precem quam scholasticus composuerat». Por esto el Pater noster (la Oración del Señor) lo decimos poco después de la plegaria (prex)… y me ha resultado una cosa del todo inconveniente, ya que se trata de una plegaria compuesta por un estudioso, etc. (Epist., lib. IX, P. L., LXXVIII, col. 956-7).
49. Así M. Righetti III, op. cit., p. 470. Este autor, habiendo cumplido un examen comparativo de las anáforas eucarísticas más antiguas, demuestra que en todas se reconoce una sustancial unidad litúrgica. «La uniformidad del concepto y del ritual presentada por éstas demuestra claramente que todas provienen de un único germen, aquél creado por Cristo y entregado por él a la Iglesia; germen que ha sido transmitido por los Apóstoles y se ha desarrollado de manera diferente bajo la acción del Espíritu Santo en los distintos centros religiosos de la tierra, pero que ha mantenido siempre su autenticidad sustancial. La variedad de los tipos anafóricos es una contraprueba; y aunque éstos hayan asimilado elementos externos, secundarios, formales, que han podido darles un rostro de variada belleza, sin embargo no han hecho mella en la sustancia divina» (p. 458).
50. Lib. Pontific. (Ed. Duchesne) t. I, p. 127: Cf I. Schuster II, op. cit., p. 81 (nota 3).
51. Ibidem, p. 82.
52. De mysteriis, 52, PL XVI, c. 424.
53. Cf. A. Fortescue, op. cit., pp. 358-359 e 404. Buchwald entiende que la fórmula original es «Benedic Domine has creaturas panis et vini in nomine Domini nostri Iesu Christi, per quem haec omnia semper bona creas etc». Luego, cuando la invocación fue suprimida, quedó sólo la última cláusula.
54. Ep. CXLIX ad Paulinum, n. 1, PL XXXIII, c. 636.
55. Sic docuit apostolos suos, ut quotidie, in corporis illius sacrificio, credentes audeant loqui, Pater noster. (Dial. Contra Pelag., III, 15).
56. I. Schuster I, op. cit., p. 44.
57. Cabrol remite a san Gregorio también la melodía más rica –todavía prescrita en el Misal– cuyas cadencias rítmicas reclaman el cursus propio de las fórmulas en uso entre el V y el VII siglo (F. Cabrol, Le chant du Pater à la Messe, en Rev. Grégorienne 1928, 81, 161 ; 1929, 1). Cf. M. Righetti III, op. cit., p 480.
58. Cf. I. Shuster II, op. cit., p. 94.
59. Ibid. p. 103.
60. Lib. III, c. I, PL XVI, col. 452.
61. Cf. I. Schuster II, op. cit., p. 103.
62. Ibid. pp. 106-107.
63. O. Chadwick, The Reformation, Londres 1977, p. 119.
64. A. Fortescue, op. cit., p. 211.
65. J. H. Newman, Come guardare il mondo con gli occhi di Dio, Milano 1996, pp. 118-9.
66. Se olvida que la institución de la excomunión se relaciona con el mandato de Jesús a su discípulo Pedro: «Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que atares en la tierra será atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,19); y a sus discípulos: «Yo os digo en verdad, que todas las cosas que atareis en la tierra quedarán atadas en el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 18,18); así: «A quienes perdonéis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos» (Jn 20:23). El apóstol Pablo también prevé sanciones contra los miembros de la Iglesia que cometen delitos graves, cuando dice: «Y si alguno no obedece a lo que decimos en esta carta, hacédselo notar y no os juntéis con él, para que se avergüence» (2 Tes 3:14 ss.). Y otra vez: «Dios juzgará a los de afuera. Quitad a ese perverso de entre vosotros» (1 Corintios 5:13)
67. A. Fortescue, op. cit., p. 206.
68. M. Davies, op. cit., p.
69. A. Fortescue, op. cit., p. 208.
70. M. Davies, op. cit., p.
71. I. Schuster I, op. cit., p. 8.
72. Entre las diversas desviaciones litúrgicas de la moderna cristiandad, que oscurecen tremendamente el esplendor lleno de misterioso encanto de los ritos sagrados, existe la llamada «pobreza ritual», es decir, aquel degradante proceso por el que se ha intentado -y, ¡ay, con cuánto éxito!- empobrecer las Liturgias bajo el pretexto de un retorno a los usos de la Iglesia primitiva. Nada podría estar más equivocado. La Iglesia ha buscado siempre el esplendor de la Liturgia para honrar a su divino Esposo. A propósito de la pobreza ritual, con su palabra siempre aguda e incisiva el cardenal Giacomo Biffi señaló: «está la pobreza ritual que no tiene nada que ver con la pobreza económica y con la pobreza de espíritu. Al igual que todos los ritos, se compone de palabras y signos. Las palabras y los signos suelen ser eficaces. […] La pobreza ritual implica que la Liturgia sea pobre, no la vida privada; que las iglesias ostenten esa miseria de la que las propias habitaciones personales se mantienen bien lejos […] Es útil recordar que la pobreza ritual es una tentación perenne: antaño no le escaparon a ella muchas familias religiosas, y a ella ni siquiera nosotros le escapamos del todo, aún hoy. Su valor religioso es prácticamente nulo; y en la medida en que nos hace creer erróneamente que estamos del lado de los pobres a quienes Jesús llama bienaventurados, puede constituir para nuestra alma un peligro grave» (Quando ridono i cherubini. Meditazioni sulla vita della Chiesa, Bologna 2006, p. 42).
73. Nacido en 1913 de familia protestante, entró en la Iglesia católica en 1944.
74. R. Amerio, op. cit., p. 514 (nota 1).
75. J. Ratzinger, La mia vita, Cinisello Balsamo 1997, pp. 110-113. «La reforma litúrgica, en su realización concreta -escribió también el cardenal Ratzinger- se ha apartado cada vez más de esta fuente. El resultado no ha sido una reanimación, sino una devastación. Por un lado, tenemos una Liturgia degenerada en «show», en la cual se intenta volver la religión interesante con la ayuda de tonterías a la moda y de máximas morales seductoras, con éxitos momentáneos entre el grupo de fabricantes de Liturgia, y una actitud de apartamiento cada vez más pronunciada hacia aquellos que buscan en la Liturgia no al «showmaster» espiritual, sino el encuentro con el Dios vivo ante el cual todo «hacer» se vuelve insignificante, ya que sólo este encuentro es capaz de hacernos acceder a las auténticas riquezas de ser» (Prefacio a K. Gamber, La réforme liturgique en question, ed. S.te Madelaine du Barroux, 1992).

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